1Tes 5, 1-6. 9-11; Sal 26; Lc 4, 31-37

Sobre el Demonio se han dicho y escrito muchas tonterías; se le ha pintado con cuernos y rabo, se le ha puesto en las manos un tridente para que pinche en el culete a los chicos buenos, se le ha otorgado una sonrisa de malo «cabroncete» y se le ha ubicado en una parrilla donde pasa, asando almas, el tiempo que le sobra tras hacer sus felonías… El siguiente paso era evidente: ¿Quién iba a tomarse en serio a semejante «robaperas»? La estrategia, desgraciadamente, le ha rendido beneficios: muchos «cristianos» ya no creen en el Demonio.

Negar su existencia supondría una especie de «enmienda a la totalidad» de la Biblia.
Pero caracterizarlo como una especie de «tonto engañaniños» no deja de ser una temeridad. Si algo queda demostrado sobre Satanás en la Escritura, además de su existencia, es su astucia: pocas veces se acerca de frente; domina como nadie el arte del disfraz. Y, no cabe la menor duda, es un puritano.

No estoy seguro de que tenga parte en todos los pecados. En muchas ocasiones, la mezcla de la concupiscencia con el raquitismo espiritual de tantos basta para provocar una traición. En esos casos, el Demonio no hace nada: se sienta y aplaude mientras el hombre le da el trabajo hecho. En otros casos le ha bastado con generar la tentación; los tibios no están preparados para la lucha y se entregan rendidamente al intuir el más mínimo silbido de Satanás. Algunos oponen, al principio, cierta resistencia. Entonces él pronuncia su frase preferida: «¡No importa! ¡Si luego te confiesas!»… Y ¡Ya está! ¡A sentarse y aplaudir! En el fondo, Satanás se aburre con tibios: está todo demasiado «fácil».
Cuando Nuestro Señor Jesucristo vino a la Tierra, Satán lució su traje de gala: ¡Por fin una batalla que mereciera la pena!… Y se vistió de lo que más le gusta: de ángel.

Con Jesús no bastaba una tentación grosera, ni el anuncio de un prostíbulo en las páginas de información de un diario. El Rival exigía más; la tentación tenía que ser sutil y sofisticada, a la altura de un Rabbí auténtico. Satanás se volvió un puritano: en el desierto empleó textos de la misma Biblia torcidamente interpretados. Y, en el pasaje evangélico que hoy contemplamos, se servirá de una alabanza tan perfecta que, cuando fue pronunciada por Simón, Jesús la reconoció como inspirada por el Espíritu Santo: «Tú eres el Santo de Dios»… ¿Qué os parece? Es como ver al Demonio en misa de ocho.

Aquí el Padre de la mentira estuvo a su verdadera altura: tentó con la Verdad, se disfrazó de ángel de luz y alabó a su Rival para atraerlo a sus redes. Jesús, que no estaba dispuesto a continuar aquella partida, rompió la baraja: «¡Cierra la boca!».

Cuando contemplo a la Virgen María pisando la cabeza de la serpiente, imagino que le está tapando la boca: falta hace. Porque, muchas veces, ese charlatán es capaz de convencer, a quien dialoga con él, de que no hay mejor forma de servir a Dios que pecar un poco… ¿Es o no es verdad?