Col 1, 1-8; Sal 51; Lc 4, 38-44

Hace unos años, por estas fechas, se presentaron en el despacho parroquial Dumitru y Emilia, dos inmigrantes rumanos completamente ciegos que venían guiados de la mano por sus dos hijas, Diana y Alisha, de seis y nueve años. Ambos poseían titulación universitaria en su país, pero aquellos títulos eran en España papel mojado. El Ayuntamiento les había proporcionado un piso sin gas ni agua caliente, y su situación no podía ser peor: aquel día no tenían para comer. Ciegos, con dos hijas hermosísimas que nunca habían visto, en un país extraño y en la más absoluta pobreza… La escena era conmovedora. Habían decidido que Dumitru volvería a obtener su título en España mientras Emilia trabajaba, pero aún no había llegado el día en que encontrase trabajo.

Movilicé a unos cuantos feligreses, y reunimos treinta y cinco mil pesetas. Además, nos comprometimos a proporcionarles ropa y alimentos mientras durase aquella situación. Pasados dos meses, Emilia, traída de la mano de la pequeña Diana, dejó en mi mesa un sobre. Dentro de él había, exactamente, treinta y cinco mil pesetas. Salí del despacho corriendo y la busqué. Estaba recibiendo, como cada semana, su ración de alimentos y ropa. «¿Qué es esto, Emilia?», pregunté. «Es mi primer sueldo. Quiero emplearlo en un donativo para esta Iglesia que tan bien se ha portado con nosotros»… Por duro que parezca (¡y me lo pareció!) entendí que tenía que aceptar la ofrenda. No podía cortar las alas de aquella generosidad. Emilia cogió la ropa y la comida, y se marchó con su hija, pobres como siempre.

Se lo he visto hacer a Ketchup y a Coscorrón: si les das un juguete, lo toman y al punto extienden la manita para dártelo a ti… Esa sabiduría de niños y gentes sencillas es divina. Cuando el niño crece, toma el juguete con ansiedad, se da la vuelta, se encierra en su habitación a jugar, y no vuelves a verlo en varios días. Pero, cuando aún no ha sido escandalizado por nosotros, una Ciencia secreta les dice al niño y al hombre sencillo que los dones son para donarlos, que en ese juego de entrega mutua hay más felicidad que en el egoísmo del pecado.

¿Todavía no ves por dónde voy? «Él, de pie a su lado, increpó a la fiebre, y se le pasó; ella, levantándose en seguida, se puso a servirles». La suegra de Simón entendió que la salud concedida era para derramarla sobre los demás, para emplearla en servir a Aquel que la había curado. Otros hubieran aprovechado el milagro para continuar su vida como si nada hubiera pasado. Aquella mujer entiende el gozo que hay en dar lo recibido.

Dios mío, empieza el día: las horas que hoy me das quiero emplearlas en servirte. La salud que me concedes, en trabajar para Ti. El cuerpo que me regalas, en ofrecértelo como expresión de mi amor. Las cruces con que me bendigas, en mitigar la soledad del Crucifijo… Tan sólo algo que me has dado no te devolveré: a María. A María, si quieres, la compartimos. Pero yo no la suelto por nada del mundo.