Col 1, 15-20; Sal 99; Lc 5, 33-39

«¿Queréis que ayunen los amigos del novio mientras el novio está con ellos? Llegará el día en que se lo lleven, y entonces ayunarán». Es viernes. Hoy es el día en que se llevaron al Novio. La Novia quedó herida de muerte y de Vida, y, aunque han pasado más de veinte siglos, nunca llega el viernes sin que la Iglesia recuerde las tres horas que su Amado vivió colgado del Madero. No se trata del fantasma de un dolor pasado, ni es la Iglesia una viuda que regase con lágrimas las prendas de su Esposo…
No. Desde aquel viernes en que el Cordero escaló a lo alto de la Cruz, todos los viernes de la Historia han sido bañados en Sangre. El Novio no se ha ido; sigue allí, crucificado en lo alto del Viernes. Y ella, la Iglesia, no es viuda sino Novia. No está sola; acompaña al Novio con sus lágrimas, y acompasa con el ayuno la Pasión de su Amado. A cualquiera que conozca la Liturgia de las Horas, estas consideraciones le resultarán familiares.

Desde primera hora, la Novia se prepara recitando, en la oración de Laudes, el salmo 50: «Misericordia, Dios mío, por tu bondad; por tu inmensa compasión borra mi culpa». Te animo a convertir, en este día, tu oración de la mañana en un examen de conciencia: recuerda todos los pecados de tu vida («Tengo siempre presente mi pecado»), considera el castigo que por ellos mereces, y preséntalos humildemente ante la misericordia de Dios. Hazlo como quien no merece ser escuchado, confiado únicamente en el inmarcesible Amor del Dios a quien ofendiste… Después escucha su respuesta, abre tu alma a los designios misericordiosos de Quien ha determinado enviar a su Hijo para salvarte de la muerte que por tus culpas mereces. Antes de terminar tu oración, mira a Jesús y dile que sí; que quieres ser redimido; que, si tantas veces lo has abandonado, esta vez quieres acompañarlo… Dilo de rodillas.

Es día de ayuno. Bastará, a los pequeños, un pequeño sacrificio: quizá pudieras desayunar la mitad. Durante la mañana, procura conducirte con humildad; recuerda a Quién has dicho «sí», y no olvides que has sido mirado con misericordia. Llegada la tarde, medita la Pasión de Cristo; quizá pudieras leer cada viernes uno de los cuatro relatos evangélicos. Lee despacio, acompaña al Señor, llora tus pecados, y haz penitencia por lo mucho que Jesús es ofendido en nuestro mundo. Terminada la lectura con la narración del entierro del Maestro, te ayudará recitar las vísperas: «¡Grandes y maravillosas son tus obras, Señor, Dios Omnipotente» (Ap 15, 3).

Coge ahora la mano de María. Vela con Ella el Santo Sepulcro, y comparte su serena y esperanzada meditación. Allí rezarás las completas antes de acostarte: «Ya me cuentan con los que bajan a la fosa. Soy como un inválido» (Sal 87), y concluirás: «ya que con nuestro descanso vamos a imitar a tu Hijo, que descansó en el sepulcro…»

Mañana pasarás el día pegadito a tu Madre, y junto a Ella esperarás la Luz que ya se esconde tras la muerte.