En el mundo hay mucha gente buena, más de la que nos damos cuenta. El Padre José Julio Martínez escribió muchas anécdotas sobre ellos que después se recopilaron en varios libros. También el centurión que hoy aparece en el Evangelio forma parte de esa multitud de personas que, sin ser cristianos, se esfuerzan por hacer el bien. Cuando los judíos se acercan a Jesús para interceder por él, argumentan: “Merece que se lo concedas porque tiene afecto a nuestro pueblo y nos ha construido la sinagoga”. El hecho es tanto más sorprendente por cuanto, en general, los solados romanos tendían a abusar de su condición. Basta recordar las indicaciones que les hace el Bautista instándoles a no abusar de su condición.

De forma natural surge el deseo de que los buenos sean recompensados. Ningún bien que se haga en la tierra quedará sin premio. Pero nuestras obras buenas no son suficientes para la gracia. Ciertamente disponen a recibirla, pero esta es siempre un don gratuito de Dios. Aunque, ciertamente, toda obra buena en el mundo, venga de quien venga, es una señal de la gracia.

El centurión era un hombre bueno que no se engreía en sus obras. Así como los judíos han dicho que merecía lo que pedía, él reacciona de otra manera: “Señor, no te molestes; no soy yo quién para que entres bajo mi techo”. Reconocer que hay alguien más grande que nosotros es una de las mejores cosas que nos pueden pasar. ¡Cuánta pena damos cuando nos presentamos como si lo mereciéramos todos! Pero verdaderamente somos mendigos. Así se comporta el centurión. Y, lejos de ampararse en sus buenas obras, en su afecto por los judíos, argumenta reconociendo la grandeza de Jesucristo.

Él manda sobre sus subordinados y reconoce que Jesús también tiene un poder sobre la naturaleza. Por eso sabe que es suficiente con una sola palabra suya. Es un reconocimiento del poder de Jesús y también de que todas las cosas se ordenan a Él. Por eso Jesús se asombra de su fe. Probablemente aquel centurión hacía bien las cosas porque sabía que no era la medida de todas las cosas y por lo tanto estaba siempre a buscar lo correcto. Su humildad lo llevaba a reconocer una norma superior a él, de la que era simple administrador. Él no quedaba fuera de ella. No era el autor de la ley. Ante Jesús reconoce a Quien sí tiene poder, incluso para devolver la salud a su criado. Y no sólo reconoce esa grandeza sino que la ve como una gracia. Por eso dice que no es digno.

La fe del centurión es un modelo para todos nosotros. Cada día, en la celebración de la Santa Misa repetimos sus palabras antes de la comunión. Al hacerlo queremos tener la misma fe de aquel hombre ante lo que parece pan, pero es el Cuerpo de Cristo. No somos dignos; bastaría una palabra, pero Jesús se nos da totalmente.