Esd 1, 1-6; Sal 125; Lc 8, 16-18

«Si no quieres que una cosa se sepa… ¡No la pienses!». Me lo dijo un buen amigo, y agradecí el consejo. Recuerdo que, en cierta ocasión, una persona me relató mis más íntimas vivencias con claridad cinematográfica… «¿Cómo lo has sabido?»-le pregunté-; «No, nada del otro mundo… Es que estuve tomando café con tal persona y, ya sabes, comenzamos a hablar… Mira que lo que te voy a contar es muy fuerte, no se lo vayas a decir a nadie… Uy, ¿Yo? ¡Por Dios! ¡Jamás hablaría de esto, aunque muriera!». A las dos horas, me lo estaba contando a mí. ¡Qué asco, ¿verdad?! Todavía me duele. Sin embargo, no hay nada en este mundo que otorgue más poder ni se cotice mejor que la posesión de un buen secreto. Las revistas del corazón viven de secretos ajenos, y muchos «ajenos» viven de secretos propios. Y, aunque creo haber aprendido la lección, el evangelio de hoy suscita en mí ciertas preguntas.

«Nada hay oculto que no llegue a descubrirse, nada secreto que no llegue a saberse o a hacerse público». Si la profecía del Señor iba referida a la Obregón, a Lequio, y a gente por el estilo, no cabe ninguna duda de que se ha cumplido, y con creces. Pero mucho me temo que las palabras de Jesús fueran referidas a otro tipo de «secretos» y a otra forma de desvelarlos mucho menos frívola y cruel. El Maestro estaba hablando a sus doce apóstoles en la intimidad. Les comunicaba a ellos secretos que no desvelaba ante las multitudes, enseñanzas que sólo pueden transmitirse en el «tú a tú» de dos amigos, y les animaba a hacer lo mismo, una vez que Él se hubiera marchado. No eran secretos «para guardar», sino «secretos a voces», el inicio de una larga riada de verdades que sólo podrían transmitirse en la confianza de la amistad verdadera.

¿Por qué conocemos los secretos más impúdicos y soeces de los cretinos, mientras las palabras que el Señor dirige a tantos cristianos quedan siempre escondidas? ¿Por qué pensamos que la vida de los otros tiene que ser siempre pública, mientras confinamos las cosas de Dios al ámbito de la más estricta intimidad? Puestos a desvelar, os diré que algún muy buen amigo, al leer estos comentarios, me dice: «Te estás descubriendo demasiado». Cada vez que lo escucho, vienen a mi mente las palabras del Señor, y pienso: «no; no me estoy descubriendo. Respecto a mí, ya he tomado la decisión de desaparecer, y pido a Dios que la lleve a cabo por duro que sea. Estoy descubriendo los secretos que el Señor deposita en mi alma, porque estoy convencido de que le traicionaría si los mantuviera escondidos. Hay una parte de ellos que no desvelaré jamás, porque son sólo para mí. Pero los demás debo gritarlos, aunque me duela, porque la luz debe lucir». Lo aprendí leyendo a San Pablo.

Hoy le pediré a la Virgen Santísima que nos ayude a callar, con humana discreción, los secretos de los hombres, y que a la vez nos enseñe a gritar, muy alto, los secretos de Dios.