Esd 6, 7-8. 12b. 14-20; Sal 121; Lc 8, 19-21

Se ha dicho algunas veces que los santos evangelios no son sino relatos de la Pasión con un prólogo más o menos largo… Cada vez me convenzo más de ello. En lo que respecta a la relación entre Jesús y su Madre, no tengo ninguna duda de que la Pasión comienza al final del capítulo 2 del evangelio de San Lucas. El episodio del Niño Jesús perdido y hallado en el Templo supone un brusco punto de inflexión que no tendrá marcha atrás, y que llegará a su término el Viernes Santo a las tres de la tarde. En el mismísimo Templo de Jerusalén, teniendo Jesús doce años, aquel Niño que hasta entonces habíamos imaginado asido a los pechos de su Madre buscando alimento, aquel Hijo cuyas mejillas fueran cubiertas mil veces de besos por los labios de María se desgarra dolorosamente del seno materno, se desprende violentamente del abrazo virginal, y se «encara» con su Progenitora marcando una distancia que hiere como un cuchillo. Si el pasaje se lee sin eufemismos, si no se le reviste de los «colorantes artificiales» de los poetas bobos, si se afronta en toda su dureza, habrá que reconocer que parece cruel… Pero el Espíritu nos muestra que el amor es el arte de marcar las distancias, y que esta distancia nueva inauguraba un nuevo Amor, el Amor sacerdotal del Cordero que se entregó por los hombres. Acababa de marcarse, entre Madre e Hijo, la distancia de la Cruz; acababa de comenzar a brotar la dulce herida del Amor nuevo. El capítulo 2 de San Lucas termina ya en el Calvario.

San Juan, el discípulo amado que llegó corriendo al sepulcro en el Domingo, tampoco ha querido quedarse atrás. Es también el capítulo 2 de su evangelio el que nos muestra, en el relato de las bodas de Caná, la nueva y dolorosa distancia de la Cruz separando a Madre e Hijo… «¿Qué tengo yo contigo, mujer?» (Jn 2, 4). Entre dos extraños, serían palabras durísimas… Pero si es un hijo quien, llamando a su madre «mujer», le pregunta «¿qué tengo yo contigo?», una de dos: o ese hijo merece una bofetada, o ese Hijo es un Dios hecho hombre que está llevando el Amor hasta la misteriosa frontera de la muerte…

«Entonces lo avisaron: -«Tu madre y tus hermanos están fuera y quieren verte.» Él les contestó: -«Mi madre y mis hermanos son éstos: los que escuchan la palabra de Dios y la ponen por obra.» » Habrá quien piense que, dicho esto, Jesús salió y besó a su Madre; pero el evangelio no da el más mínimo pie a pensar así. Personalmente, no me cuesta ningún trabajo acomodarme a la dureza del texto, y pensar que, en aquella ocasión, los ojos de Jesús y de María no llegaron a cruzarse siquiera; que la Santísima Virgen tuvo que volver a su casa sin haber podido abrazar a su Hijo; que María, una vez más, fue amada por Jesús desde la Cruz, y aceptó la distancia como quien acepta el más ardiente de los besos… No me cuesta entenderlo, porque mis ojos nunca han visto a los de mi Señor, y, sin embargo sé que Él me ama, y que en el hambre me abraza y me redime hasta que este beso de muerte nos despierte a los dos en la Vida.