Esd 9, 5-9; Tb 13; Lc 9, 1-6

Tras ser liberado del destierro, el pueblo de Dios volvió finalmente a su patria y, ante las ruinas de la que fue Casa de Dios, afrontó la dura tarea de la reconstrucción del Templo… Es ya el tercer día que el libro de Esdras desbroza ante nosotros este acontecimiento histórico. Y, aunque para aquellos que lo protagonizaron supuso el drama de su vida, a nosotros, a causa de la lejanía, nos deja fríos, del mismo modo que nos deja fríos la batalla de Waterloo, con la que se estremecieron tantos hombres en su momento. Otros son los acontecimientos que en nuestros días nos tienen sobrecogidos y con el alma en un puño. Sin embargo, cometeremos un gravísimo error si equiparamos la Historia de Israel a cualquiera de los otros sucesos que han hecho cambiar la faz de la Tierra. La Historia de Israel es una parábola escrita por Dios para poner ante nuestros ojos el único y verdadero drama que debiera arrancar nuestras lágrimas y nuestras sonrisas: el drama del pecado y de la misericordia. Cada minuto, cada lugar, cada detalle de la Historia Sagrada constituyen una Palabra que el Espíritu debe desvelar en lo profundo del alma hasta que el corazón se sitúe ante la verdadera Historia; ésa que, a causa de nuestra ceguera, tan pocas veces nos ha sobrecogido. Y, en fin, a ver si con tanto prólogo me queda tiempo de explicar la parábola: al grano.

Aquella Jerusalén, ciudad de Dios, coronada por el Templo, es el alma humana, creada para ser la Casa del Altísimo, el lugar donde Dios habita con el hombre. Babilonia es el pecado, y su dueño Satanás. Cuando el hombre deja entrar en su alma al Maligno, el que era hijo de Dios es desterrado y encadenado, convertido en un esclavo de la concupiscencia y alejado de la presencia de su Dueño. Aquella alma que era Templo de Dios queda profanada y reducida a ruinas. Lloraron los hebreos ante las ruinas del Templo; hemos llorado nosotros ante las ruinas de aquellas torres que ya no se ven… ¡Ay, Dios, qué sería si con la misma claridad pudiéramos ver el estado en que queda un alma tras cometer un sólo pecado!… Pero no lo vemos, quizá porque no queremos.

Tras un largo destierro, Israel fue liberado y volvió a su patria entre cantos de alegría. Aún no había surgido el sacramento del Perdón, y ya lo tenemos anunciado.

Aquel Templo reducido a ruinas comenzó a levantarse de nuevo hasta ser, ya en tiempos de Herodes, la morada del Altísimo. De mismo modo, al recibir la absolución sacramental, aquel alma que era morada de demonios es reconstruida y convertida, de nuevo, en Santuario de Dios; las joyas de las virtudes teologales, los oropeles de los siete dones, adornan de gracia a la que fue víctima del sacrilegio. Y el gozo de aquellos hebreos debería ser tenido en nada si lo comparamos con el júbilo que debiera cautivarnos tras cada confesión.
¡Ay, Madre nuestra! Nosotros, tus hijos, que no apartamos la mirada de cuanto ocurre en el mundo… ¿cuándo seremos conscientes de lo que sucede en nuestras almas?