Ex 23, 20-23a; Sal 90; Mt 18, 1-5.10
En una ocasión tenía que trabajar en el ordenador conectado a la «red». «Esta vez -me dije- no pienso quedarme hasta las mil de la noche. Lo dejaré todo preparado para subirlo en cinco minutos, y me iré a la cama prontito». A las seis de la tarde, había conseguido tener todo el trabajo preparado para subirlo en internet. A las once me situé ante el ordenador con el pijama puesto: «¡de aquí a la cama, derechito!»-me dije gozoso-… Y San José y yo comenzamos a trabajar (lo de San José os lo explico otro día, quizá en mayo). No había problemas, la conexión era perfecta…
¡Hasta el «servidor» de internet parecía funcionar con fluidez!… Sube el índice, sube los artículos, sube los gráficos, sube los archivos… Comprueba bien todo, página por página… Recoge los datos de los contadores, pásalos a la hoja de cálculo donde se almacenan las estadísticas… ¡Tan sólo las 23’10! Sólo me faltaba sincronizar los datos del contador con la PDA, cosa de tres minutos… Y, cuando fui a encender la PDA (ya sabéis, esas agenditas que se sincronizan con el ordenador)… se colgó. Desmonté el lapicero para extraer la pequeña herramienta que se emplea en reiniciar el artefacto, un insignificante alfiler con un pequeño mango… Y se cayó al suelo, justo entre la madeja de cables que hay debajo de cada ordenador que se precie. Como siempre hago en estos casos, le pedí a mi ángel que me ayudase a encontrarla… silencio. Se lo volvía a pedir, ya arrastrado por el suelo intentando localizar la aguja en el pajar de cables… silencio.
Se lo grité, le recé todas las oraciones que me sé, mientras apagaba el ordenador, desenchufaba los periféricos y retiraba los cables… silencio. Le «hice la pelota», le dije todos los cumplidos y piropos que un hombre puede decirle a un ángel, mientras ya palpaba cada rincón del suelo… silencio. La una de la madrugada. Y, cuando me levanté, dispuesto a dar por perdido el dichoso alfilerito, y con él mi «irreiniciable» PDA, hete aquí que se me ocurre levantar el cojín de la silla sobre la que estaba sentado… ¡Y aparece el alfiler! Mi ángel se estaba muriendo de la risa, se carcajeaba, se desternillaba, se tronchaba… Y entonces me enfadé con él… hasta hoy.
Estas peleas solemos tenerlas a menudo, pero nos llevamos bien. Por eso, de vez en cuando, en lugar de darme lo que le pido, mi ángel me regala una moneda con la que comprar almas en la Tienda Celestial. Yo no lo entiendo en el momento, porque lo cierto es que casi siempre me obedece, y me tiene mal acostumbrado. Pero, pasado el enfado, entiendo que ayer gané más de lo que perdí. Ya está ofrecido; por un alfiler y unas horas de ridículo desconcierto, muchas almas. ¡Gracias, ángel mío!
La Virgen María también se rió muchísimo ayer, viéndonos a mi ángel y a mí jugar como niños. Al parecer, el único que no se rió nada fui yo. Para compensar, me he reído hoy (aunque tengo sueño).