Neh 8, 1-4a. 5-6. 7b-12; Sal 18; Lc 10, 1-12

«El pueblo entero lloraba al escuchar las palabras de la Ley». Desde que Dios regalara a su pueblo la Ley, habían transcurrido miles de años. Fueron años de lucha entre Yahweh y los hebreos. A la vez que el Señor quería sujetarlos con sus mandatos, ellos, con sus rebeldías, escapaban de los lazos del Creador. Dios los recogía de nuevo, y los hombres rompían los preceptos buscando su libertad fuera de Dios… Cansado de la dureza de corazón de los suyos, Yahweh abandonó: «¿No queréis la Ley? ¿No deseáis mi presencia? ¡De acuerdo! ¡Vivid sin Ley y sin templo! ¡Vivid sin Mí!»… Y, cuando Israel quedó solo, los enemigos entraron en la ciudad santa, destrozaron el Templo, y llevaron cautivos a los hijos de Jacob a Babilonia, donde todos los pecados parecían haberse reunido en un solo lugar…

Israel, entonces, lloró junto a los canales de Babilonia. Tarde, muy tarde, se daba cuenta de que aquellos lazos de su Dios no eran cadenas de opresión, sino abrazo protector. Tarde se daban cuenta de que, si no se arrodillaban ante Dios, acabarían doblegados ante los demonios. Tarde se daban cuenta de cuál era el amargo sabor de la verdadera esclavitud, tarde recordaban los tiempos de la Ley y el Templo como la época de una libertad perdida y no apreciada. Tarde, muy tarde, se daban cuenta de que habían sido ingratos… Eran ya huérfanos en una ciudad extraña. El paraíso de independencia prometido por los demonios era una cárcel de la que no saldrían. Tan sólo podían llorar, y recordar Jerusalén junto a los canales de Babilonia, sus cítaras colgadas de los sauces.

Pero Israel fue liberado, y volvió a Jerusalén. Allí encontró, entre las ruinas del Templo, en época de Nehemías, aquel libro de la Ley que tantas veces habían profanado con sus obras. Los sacerdotes convocaron al pueblo, y comenzaron a leer… Lágrimas de fuego rodaban por las mejillas de aquellos rostros… ¡Ahora entendían! Conforme los sacerdotes desgranaban las ajadas páginas de aquel Libro, los hebreos sentían que la Ley no era cárcel sino abrazo, que aquellos preceptos eran una declaración de Amor, que cada mandato encerraba en sí el cariño de todo un Dios. «La Ley del Señor es perfecta, y es descanso del alma (…) Los mandatos del Señor alegran el corazón (…) Más preciosos que el oro, más que el oro fino…» y lloraban mucho… «Silencio, que es un día santo; no estéis tristes». Y el pueblo entero celebró aquel abrazo con una fiesta.

Parece el final de una hermosa historia, ¿verdad? Cualquiera añadiría, como colofón a este abrazo: «y fueron felices, y comieron perdices. Colorín, colorado, este cuento se ha acabado»… Pero, ni colorín, ni colorado, ni cuanto, ni acabado, ni perdices…Años después, aquellos hebreos habían olvidado todo. Lucharon entre ellos, entablaron combate con los samaritanos y abandonaron a Dios, hasta que fueron sometidos una vez más, en este caso por los griegos… Y vuelta a empezar. No es un cuento. Es tu historia y es la mía… ¿Cuándo aprenderemos? ¡Madre Santa! ¿Cuándo seremos tus hijos, de verdad, fieles?