Hab 1, 2-3. 2, 2-4; Sal 94; 2Tim 1, 6-8. 13-14; Lc 17, 5-10
Imagino al hombre como una colosal pirámide invertida, apoyada en la tierra sobre su vértice. Las capacidades más nobles, las potencias más espirituales y elevadas, las realidades más sublimes y fascinantes de la Creación visible se sostienen sobre un tímido puñado de barro, frágil y sensible ante el viento más suave. Cuando surgen la contrariedad, el sufrimiento, la tentación, o la misma muerte, el hombre entero se tambalea y amenaza con caer, si no encuentra un punto de apoyo capaz de sostenerlo. Y, cuando lo encuentra, a ese punto de apoyo le entrega su vida y su ser entero, confiándose a él sin reservas: eso es la fe.
Comenzamos, en estos días, a impartir catequesis a una joven de quince años que nada sabe de Dios. Y el primer escollo que hemos encontrado es que esta chica cree, con un convencimiento pleno e irracional, en la reencarnación. ¿Que quién la ha convencido? Ni lo sé yo, ni lo sabe ella. Pero necesitaba creer en algo; en momentos de incertidumbre, no soportaba hacer frente al vacío de la muerte. La siguiente pregunta es si semejante fe podrá sostener su vida: ninguna hipótesis, ningún ideal, tiene la densidad necesaria para sostener una pirámide. Al pacifista más pacifista del mundo se le desmoronan todos sus ideales ante un ataque de «ira doméstica»; cuando la indignación tiñe de rojo su rostro, cuando los ojos se inflaman de cólera, pensar en Mahatma Gandhi no sirve para nada… Las ideas son bonitas, visten bien cuando se trata de lucir bisutería filosófica… pero no pueden sostenernos ante el más mínimo sufrimiento.
Otros buscan su apoyo en una criatura: se arrojan en sus brazos y le encomiendan la misión de sostener su vida… Una persona es más sólida que una idea; en muchos casos, lo que no han conseguido los más nobles ideales lo han conseguido los brazos tiernos de un ser querido. Pero no olvidemos que las criaturas son débiles como nosotros. Pedirle a una criatura que nos sostenga no deja de ser una terrible injusticia. ¿Podremos perdonarla si, por su propia debilidad, un día nos fallara y nuestra vida se desmoronase?
«Auméntanos la fe»… Es una súplica tan comprensible como un grito: «¡Ay, que me caigo!» Nuestro punto de apoyo no es un ideal hermoso, ni tampoco un Credo.
Tenemos, desde luego, un Credo y un ideal, pero no son ellos el apoyo de nuestra vida. El Único que puede sostenernos es una persona humana y divina a la vez: Jesús resucitado, vencedor de la muerte y del pecado. Y en conocerle a Él, en enamorarnos de Él, en refugiarnos en Él y cobijarnos bajo sus alas nos lo jugamos absolutamente todo.
La fe de los filósofos no sirve para nada si no se apoya sobre el amor rendido que el santo tributa a Jesús. El saber que nuestra fe es razonable, y saber razonarla, no nos ayudará en un momento de tentación si falta amor. Por eso, hay que estudiar -¡sí!-, y mucho… pero sobre todo hay que conocer y amar a Cristo con la entrega sencilla y sin reservas de María. ¿Cómo nos alegrará, si no, en este domingo, la noticia de que Jesús ha resucitado?