Una de las mayores insistencias del Evangelio es la de la vigilia. Son muchas las veces que el Señor nos dice: “Velad”. A mí me recuerda a las madres que advierten, incontables veces, a sus hijos. Lo hacen porque es la manera que tienen de ponerlos en guardia frente a algún peligro o para mantenerlos despiertos no vaya a ser que algo importante les pase desapercibido. Es frecuente la invitación a vigilar cuando se va a hacer un viaje. ¡Cuantas veces no nos han dicho: “ve con cuidado”! Jesús también nos dice muchas veces: “Velad”.

Hay épocas, sobre todo cuando finaliza el año litúrgico y también en Adviento, en que esa llamada evangélica se hace más frecuente. Pero la encontramos en muchos otros momentos. Es como un leit motiv del Evangelio. Hay que estar alerta. Jesús nos sitúa en la perspectiva de su retorno. La llamada se mueve en una perspectiva escatológica. El Señor volverá y quiere encontrarnos preparados. Aquí, en el fragmento que hoy consideramos la perspectiva es positiva. Por eso se señala “dichosos los criados a quienes el señor, al llegar, los encuentre en vela”. Y se advierte de que habrá un premio que, además, es sorprendente, porque será el señor quién hará sentar a la mesa a los criados para, él mismo, servirles. Se trata, evidentemente, de una desproporción en la que atisbamos, de alguna manera, el premio del Reino.

La vigilancia a la que invita el Evangelio no conduce a la neurosis. El cristiano no se mueve en la angustia de hacer las cosas porque, en cualquier momento, puede ser sorprendido para rendir cuentas. Más bien, esa invitación a la vela a lo que nos invita es a considerar de qué manera organizamos nuestra vida. El fin de semana pasado visité a unas monjas clarisas. Ese convento, como todos los de clausura es, en palabra de Huysmans un verdadero pararrayos que detiene la cólera de Dios provocada por nuestros pecados. Pensando en la vida que allí se lleva me di cuenta de que las monjas velan con pequeños detalles: cuidando el hábito, siendo fieles a un horario, cumpliendo una regla… esa fidelidad no las mantiene en tensión. Al contrario, cualquiera percibe allí una alegría que hace tiempo que ha desaparecido de nuestras ciudades. Los conventos son reductos de verdadera alegría.

Velan, pues, siendo fieles a cosas pequeñas y, a partir de ahí mantienen su gran fidelidad a Jesucristo. Seguramente, sea la hora que sea, incluso a la más intempestiva, el Señor las sorprenderá en vela, porque su vida está toda organizada para no perder la presencia de Dios y ello realizando las más variadas actividades. Cuidan lo pequeño para cuidar lo grande.

Me parece que nuestra vigilancia va por ese camino. Cada cual sabe descubrir y conoce por experiencias dónde, de qué manera y con qué recursos, mantiene la presencia de Dios y conserva esa alegría que siempre reconocemos como un don, porque es mucho mayor de lo que correspondería a lo que nosotros hemos hecho.