Hoy la Iglesia nos propone la parábola del fariseo y del publicano. Es fácil que al escucharla no nos hayamos identificado con ninguno de los dos personajes que aparecen. Quizás nos parecen demasiado caricaturescos. Con todo, no podemos desatender la enseñanza que contiene el relato. Ante Dios hemos de proceder siempre con suma humildad. No tiene sentido colocarnos ante Él para explicarle nuestras virtudes y, mucho menos utilizar nuestros presuntos logros para juzgar negativamente a los demás. Quizás no nos sucede en la oración pero, ciertamente, no son pocas las veces en que nos sorprendemos comparándonos a otros y, claro, siempre a favor nuestro.

Reconocer las obras buenas que Dios obra en nosotros o por nuestro medio no s malo. Si nos fijamos en la segunda lectura, san Pablo reconoce haber combatido bien y está contento por ello. Es más, reconoce que se le va a dar un premio. Pero si nos fijamos bien Pablo no se atribuye el mérito de sus obras sino que dice: “el Señor me ayudó y me dio fuerzas”, y añade, “Él me libro de la boca del león. El Señor seguirá librándome de todo mal, me salvará y me llevará a su reino del cielo”. Sería una barbaridad que no nos diéramos cuenta de las cosas buenas que Dios nos da. Algunas de ellas consisten en nuestros propios dones y en las cosas que hacemos bien. Hemos de reconocerlo. Pero lo correcto, como nos muestra el Apóstol, es reconocer que todo ese bien, incluso el que nosotros obramos, procede de Dios. Sin Él no somos nada.

El centro del asunto, por tanto, está en la humildad, que es una cierta disposición ante Dios y ante toda la realidad. Gregorio Palamás, teólogo ortodoxo del siglo XIV, señala como el demonio intenta separar al hombre de Dios precisamente infundiéndole orgullo. E insiste que su ataque, a veces, se produce cuando ya hemos hecho nuestras buenas obras. Entonces nos ataca con la arrogancia y la presunción. También el cardenal Van Thuan insistía en que los momentos más peligrosos eran justo después de los grandes éxitos apostólicos. La humildad es la que nos permite resistir esos ataques, porque el humilde nunca deja de pedir auxilio a Dios y Dios no deja de enviarlo. Como señala la primera lectura: “los gritos del pobre atraviesan las nubes y hasta alcanzar a Dios no descansa”. Y en el mismo sentido habla el salmo de este día.

Seguramente la santidad consiste en saber que es Dios quien construye nuestro interior y que nosotros somos meros colaboradores suyos. Ello no significa que no trabajemos de forma verdadera, pero el constructor es Él. Las buenas obras, si no se refieren continuamente a Dios, pueden convertirse fácilmente en motivo de orgullo y, entonces, perdemos de forma lamentable lo que quizás hemos conseguido con mucho esfuerzo. Esto me recuerda unas palabras de santa Teresa del Niño Jesús. Decía más o menos: “todos quieren ser útiles, yo sólo quiero ser un juguete inútil en las manos de Jesús”.

Sería deseable que todos nosotros como san Pablo pudiéramos decir: “he combatido bien mi combate”, pero que lo dijéramos de tal manera que quienes nos oyeran vieran en ello el poder y la misericordia de Dios. Buenas obras, todas las que podamos y Dios nos conceda, pero sin quitarle nunca el protagonismo a Quien es la fuente de todo bien.