Ez 47, 1-2. 8-9. 12; Sal 45; Jn 2, 13-22

Me he detenido a orar, en esta fiesta, y las lecturas de la misa me han llevado al Vaticano. Allí, frente a las puertas de la majestuosa basílica de Letrán -la «catedral» de Roma- mis pensamientos han volado hacia atrás en el tiempo, y me han llevado al año 1209. Por aquel entonces, gobernaba la Iglesia el Papa Inocencio III, a quien muchos han calificado como «el Papa más poderoso que ha tenido la cristiandad». Su mano firme había excomulgado al rey Felipe-Augusto, de Francia, al rey Otón IV, de Alemania -a quien esa misma mano había elevado al trono años antes-, y al rey Juan sin tierra, de Inglaterra. La propia Inglaterra cayó en entredicho bajo su mandato. Teniendo enfrente a todo un Reino de Italia, fundó los Estados Pontificios para reafirmar la independencia del papado.

Y, un buen día, ante la presencia de este Pontífice de hierro, y presentado por el buen cardenal Juan de San Pablo, se postró el más pobre de los pobres. No venía a tratar ningún asunto de Estado; no venía a hablar sobre guerras ni cruzadas. Más desnudo que vestido, suplicaba del Romano Pontífice que les permitiese, a él y a un puñado de compañeros suyos, vivir conforme al Evangelio en toda su radicalidad y abrazar a la Dama Pobreza como esposa, tal como la había abrazado Nuestro Señor Jesucristo… Asombrado, y profundamente conmovido en su interior, Inocencio III se sintió incapaz de responder en el momento. Le habían pedido permiso para organizar cruzadas, le habían incitado a declarar la guerra a reinos enteros, le habían suplicado puestos de honor para familiares… Pero jamás le habían pedido algo como lo que aquel pobrecillo imploraba de su autoridad: ¡Vivir conforme al Evangelio, y desposarse con la Dama Pobreza! El mendigo de Dios y sus compañeros fueron emplazados para más adelante. Aquella misma noche, el Papa tuvo un sueño: la Basílica de Letrán, el símbolo de la grandeza del papado, estaba a punto de derrumbarse, «y un hombre pobrecito, de pequeña estatura y de aspecto despreciable, la sostenía arrimando sus hombros a fin de que no viniese a tierra» (nos lo cuenta San Buenaventura). Ya no había duda: convocó de nuevo Inocencio a aquel pobrecillo llamado Francisco de Asís, accedió a cuanto le pedía, y se encomendó piadosamente a sus oraciones.

Es nuestra Iglesia. En ella, como en nuestras almas, la fuerza se halla siempre sostenida por la debilidad. Hace poco he aprendido que el Crucificado, con sus brazos extendidos en el Leño y su Cuerpo agonizante, es capaz de sostener la esfera terrestre.

¿Cómo no entender que la grandeza de Letrán, símbolo de la Majestad de la Esposa de Cristo, esté sostenida por la humildad de los santos? ¿Acaso no fue «la humillación de su esclava» la que atrajo la mirada de Dios sobre una joven Purísima a quien eligió como Madre del Redentor