Rom 16, 3-9. 16. 22-27; Sal 144; Lc 16, 9-15

Si comparásemos la vida del hombre con una enorme vivienda, tendríamos que decir que hay, en ella, dos habitaciones que al hombre de nuestro siglo le cuesta un especial trabajo abrir para Dios: el dormitorio y la cartera. Permitir la entrada del Señor en la «capilla» es sencillo: nada más natural que darle posesión a Dios sobre nuestros momentos de oración -muchos o poco-. Un poco más difícil es aceptar su entrada en el salón familiar, ese habitáculo enorme dominado por el televisor: se nos hace duro entregarle a Jesús el mando a distancia, y permitirle apagar la caja boba cuando está de sobra (es decir, casi siempre). Invitarle al comedor, y darle permiso para que sazone nuestras comidas con la sal de la pequeña mortificación, a mí por lo menos me cuesta trabajo. Sin embargo, hasta allí le parece al hombre de nuestro siglo tolerable permitir la entrada de Dios. Ahora bien, cuando se trata del dormitorio o de la cartera… ¡Eso es otra cosa! ¡Hasta ahí podíamos llegar! Lo del dormitorio me lo reservo para otra día.

Hablaremos hoy de la cartera, ya que el Maestro nos ha advertido: «Si no fuisteis de fiar en el injusto dinero, ¿quién os confiará lo que vale de veras?» Dejar a Dios entrar en la cartera no es un asunto que se arregle colocando una estampita piadosa junto al compartimento de los billetes. Algunos la llevan esperando un «milagro multiplicador».

Dejar a Dios entrar en la cartera no es, simplemente, depositar unas monedas (o unos billetes) en el cestillo de la misa dominical, y dar limosna a algunos pobres.

Cuando nos limitamos a esto, estamos dándole a Dios «de lo nuestro». Es decir: sacamos de la cartera y se lo damos a Dios; pero eso no es lo mismo que dejarle entrar. Dejar a Dios entrar en la cartera no es pedirle a Santa Rita que nos toque la bonoloto. Eso, más bien, en «poner la cartera» y pedirle a Dios que eche. Dejar a Dios entrar en la cartera, para ti, que eres padre o madre de familia, no es acudir al banco, vaciar tu cuenta corriente, y repartir todo el dinero entre los pobres. Eso es robar a tu familia y privarles del sustento.

Te diré lo que es dejar a Dios entrar en la cartera: es saber que eres completamente pobre, y que no tienes ni un euro que sea tuyo. Es decirle a Dios: «Señor, todo este dinero es tuyo y Tú lo has puesto en mis manos para que lo administre. ¿en qué quieres que lo emplee?». Después, escuchar atentamente la respuesta y no tergiversarla convirtiendo a Dios en administrador de «lo tuyo». Es discernir la Voluntad de Dios antes de cambiar de ordenador, antes de tirar a la basura la ropa del invierno pasado, antes de salir a cenar al restaurante más caro de la ciudad, antes de programar tus vacaciones, antes de cambiar de vivienda… Es abrir la billetera y parafrasear las palabras de María: «Hágase, también con todo este dinero, según tu Palabra». Si así lo haces, eres «de fiar».