Veía ayer un video de unos manifestantes en México que, interrumpidos a las doce de la mañana por las campanas de la Catedral, que llamaban al Ángelus, decidieron entrar a gritos en la Catedral, interrumpiendo la celebración y asustando a los fieles que asistían al oficio religioso. Esto era una manifestación, pero cuántas veces observamos en otras Catedrales e Iglesias singulares la entrada de turistas que, por sus modales y sus voces, parece que también están reclamando algo. Es triste que un cine, un teatro, un museo o una conferencia sobre la reproducción del cangrejo macho provoque más respeto a los que entran que cuando se introducen en un templo cristiano.
“ Entró Jesús en el templo y se puso a echar a los vendedores, diciéndoles: -«Escrito está: «Mi casa es casa de oración»; pero vosotros la habéis convertido en una «cueva de bandidos.»»” Ayer Jesús lloraba sobre Jerusalén, imagen de la Jerusalén celestial. Hoy se indigna en el templo, figura de la persona humana. Me gusta pensarlo así, el cuerpo es como una réplica de un templo cristiano. Allí habita Dios, en el alma en Gracia, de manera particular tras recibir la Eucaristía. Con el cuerpo adoramos, pedimos, nos humillamos y nos expresamos. El cuerpo crece y se renueva, sin dejar de ser el mismo. Y Dios, la segunda persona de la Santísima Trinidad, ha querido habitar en un cuerpo, que, a fin de cuentas, Él ha creado.
Por eso el Señor hoy también debe indignarse con nosotros. Al igual que los ignorantes entran en un templo como si entrasen en las rebajas de unos grandes almacenes, dejamos que en nuestro cuerpo (por el oído, por los ojos) entren mentiras, chabacanerías, obscenidades, vulgaridades y sandeces. Y, dado el ambiente, no entran de una manera sutil y silenciosa, no. Entran de manera escandalosa, con ruido y estrépito. Que difícil es encontrar a un niño de once años que sea limpio de alma, sincero y honesto. Y cuanto más se crece peor, más invitados indeseables hemos ido dejando entrar en nuestra vida y se hacen “okupas” de nuestra alma. Ahí no puede estar el Señor, no cabe.
Hay que expulsarlos. No es fácil. La sociedad, y nosotros mismos, nos pondremos mil obstáculos: “no hay que ser radical”, “todo el mundo lo hace”, “nosotras parimos, nosotras decidimos”, “el mundo es así”, “no valgo”, “no vamos a ser raros” y un largo etcétera. Muchos que ceden se ponen a mostrar las bondades de tan ingratos visitantes. Cuidan con exageración sus cuerpos, muestran escandalosas risotadas para mostrar su “alegría” y miran a los demás por encima del hombro, con prepotencia. Siguiendo con el símil de los templos, sería como si me pusiesen de modelo de parroquia una catedral llena de cuadros valiosos, candelabros de bronce, imágenes renombradas, cálices de oro y esbeltas columnas, pero donde no hubiese Sagrario, donde la gente hiciese mil fotos con sus teléfonos móviles, pero no alzasen nunca una oración a Aquel por el cual se alzaron esos muros. Prefiero a eso una pequeña iglesia con su cáliz de latón, su Sagrario iluminado por una lamparilla, y el silencio de los que de rodillas alaban a Dios.
Hay que expulsarlos. Puede parecer que perdemos mucho, pero lo ganamos todo. El cuerpo, la persona, es para la oración. Para alabar a Dios en el matrimonio o en el celibato, con nuestros pensamientos y acciones. Que Cristo pueda regodearse en nuestra vida, pasear con nosotros con “orgullo” (si es que Dios puede ser orgulloso), y en nosotros y con nosotros, seguir enseñando.
El cuerpo de la Virgen María fue el perfecto templo de Dios, que ella nos ayude a preparar el nuestro como morada de su Hijo, expulsando lo que sobra.