La tradición franciscana reporta una historia acaecida a su fundador en la Navidad de 1223. San Francisco dispuso celebrar aquella noche en una cueva que le recordaba a la de Belén. Allí se dispuso todo para la misa. Acudieron muchos fieles de los alrededores y, cuando el sacerdote iba a repartir la comunión se vio resplandecer una luz en torno al santo. En sus débiles manos sostenía un niño débil y adormilado. San Francisco atrajo contra su pecho el cuerpo tembloroso del pequeño que se despertó, le sonrió y le acarició la mejilla. Quienes lo vieron entendieron que aquel niño era Jesús que, dormido en el corazón de muchos cristianos, Francisco había despertado con su amor.

Esta bella historia ejemplifica muy bien lo que puede ser para nosotros la Navidad. Cabe decir que en una noche como esta se convirtió Paul Claudel. Dijo de aquella experiencia: “De repente, tuve el sentimiento punzante de la inocencia, de la eterna infancia de Dios, de una verdadera revelación inefable”. Y añade sus reflexiones de entonces: “¡Qué feliz es la gente que cree! ¿Y si fuera verdad? ¡Es verdad! ¡Dios existe, está allí! ¡Es alguien, un ser tan personal como yo! ¡Me ama! ¡Me llama!”. También la noche de Navidad fue decisiva para Charles de Foucauld o santa Teresa de Lisieux. La santa carmelita, cuando tenía 14 años, sintió en Navidad que el Niño Jesús la llamaba a dedicar su vida a amar a Dios y salvar almas. Curiosamente los tres tuvieron su experiencia la misma noche de 1886, que para Foucauld fue su primera Navidad cristiana y cuándo tomó conciencia de todos los dones que Dios le había concedido.

Es una noche en la que la gracia se desborda de una manera especial porque la Iglesia no hace mera memoria de algo pasado sino que celebra el hoy de Dios. Los ejemplos aludidos y muchos otros que quizás no conocemos son testigos de ello. Y así nos lo recuerda una de las antífonas de la liturgia: “Hoy nos ha nacido un salvador: el Mesías, el Señor”.

Precisamente la grandeza de la misericordia de Dios que se nos muestra en esta fiesta nos hace esperarlo todo. Y así debemos disponernos para ello. La liturgia de este día es muy rica. Hay cuatro posibles celebraciones con sus lecturas propias: la de la vigilia, medianoche, el alba y la misa del día. Sería oportuno, en la lectura espiritual, detenerse en todos los textos que van in crescendo. Se muestra la promesa de Dios, el paso de la tiniebla a la luz y finalmente la presencia del Eterno en medio de nosotros. También se apunta como Jesús ha venido para salvar a todos los hombres y no se deja de apuntar la necesidad de que cada uno de nosotros lo acoja singularmente.

Por otra parte es a la luz del nacimiento de Jesús que se ilumina también el sentido de nuestra existencia. La mejor actitud es la de la alegría de niños. Cuando nos fijamos en ellos nos damos cuenta de que participan del misterio de estos días de una manera muy plena. Pedirle a Dios esa inocencia para recibirlo nos ayudará a vivir con mayor fruto espiritual este gran acontecimiento. Además, fijémonos en que la Iglesia alarga la celebración durante ocho días. Así nos muestra que no hemos de agotar la contemplación de este Misterio en un solo día sino que hemos de degustarlo lentamente porque muy grande es su riqueza.