Yo. A Mí. A Mi entender. En Mi opinión. Para Mí… El otro día leía un artículo, contrario a la Iglesia, en la que desde el titular escribía dios, con minúscula. Curiosamente dentro del artículo escribía Iglesia católica con mayúsculas (y Estado). Pero claro, la Iglesia no cree en un dios con minúsculas, confiesa a Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, Dios que se ha dado a conocer y nos llama por nuestro nombre que Él, si ha escrito con mayúsculas con la sangre de su Hijo. Sin embargo, estos mismos que escriben Dios con minúsculas suelen ponerse a sí mismos como referentes y garantes de las verdades y las libertades. Deben tener un altar en su casa con un inmenso YO sustituyendo al crucifijo y un espejo en vez de un Sagrario. Cuando queremos hacer menguar a Dios no lo conseguimos, pues es mucho más grande que nosotros. Y entonces cada uno nos convertimos en un pequeño ídolo de nosotros mismos. Una diferencia básica entre Dios y los ídolos es que a Dios se le sirve respondiendo al amor que nos tiene, al ídolo se le sirve por el miedo. Y pocas cosas más tristes existen que vivir teniéndose miedo a sí mismo, teniendo miedo de la humanidad. Eso conlleva el aumentar las leyes, los castigos y las penas, pues nos da miedo la reacción de los otros, que pueden ensombrecer a nuestro YO. Sin embargo, en toda la historia, Reyes, Papas, guerreros y Prelados, por muy pecadores que hayan sido, han sabido siempre que no podían hacer sombra a Dios.
“Contestó Juan: – «Nadie puede tomarse algo para sí, si no se lo dan desde el cielo. Vosotros mismos sois testigos de que yo dije: «Yo no soy el Mesías, sino que me han enviado delante de él.» El que lleva a la esposa es el esposo; en cambio, el amigo del esposo, que asiste y lo oye, se alegra con la voz del esposo; pues esta alegría mía está colmada. Él tiene que crecer, y yo tengo que menguar.»” Con estas palabras se comprende que Juan sea “el más grande los nacidos de mujer.” Sabe ponerse en su sitio y colocar su “yo” donde debe estar. No encima de un pedestal -alejado de todos excepto de sí mismo-, sino junto al Salvador.
En este penúltimo día de Navidad nos viene bien hablar de humildad. A muchos se les retorcerían las entrañas si les dijésemos esto. Decía santa Teresa, en frase bien conocida, que “humildad es andar en verdad.” Cuando no se quiere reconocer la verdad de Dios y el único garante de la verdad es uno mismo, entonces es imposible ser humilde. Juan Bautista sabe conocer la verdad, la señala entre los hombres, y por ello la humildad es su ser natural. No es una virtud fingida, ni un entontamiento del espíritu, ni una pose social: es conocerse y conocer a Dios. Y, contra lo que suele ser el pensar común, el humilde se da cuenta de su valía. El humilde no es el que está todo el día diciendo: “No valgo nada, no soy nadie, soy un inútil.” Ese no es humilde, es un necio. El humilde sabe “ que el Hijo de Dios ha venido y nos ha dado inteligencia para que conozcamos al Verdadero. Nosotros estamos en el Verdadero, en su Hijo Jesucristo. Este es el Dios verdadero y la vida eterna.” Y por eso tiene un valor infinito, por la misericordia de Dios. Por eso la humildad lleva a la alegría y la alegría al apostolado.
María y José, familia humilde, familia alegre, familia apostólica. Acerquémonos a la Sagrada Familia y alejémonos de los ídolos de nuestra soberbia.