1Sam 3, 1-10. 19-20; Sal 39; Mc 1, 29-39

«Habla, Señor, que tu siervo escucha»… Me he sentido en ocasiones tentado, al finalizar la misa del domingo, de salir a la puerta y realizar una encuesta… » – Perdone que le interrumpa; ya sé que tiene usted mucha prisa pero ¿podría decirme de qué trataba la segunda lectura?». Si aún no lo he hecho ha sido por dos razones: primera, para no desanimarme, y, segunda, porque es una impertinencia. Pero, entre tú y yo: si has ido ya a misa hoy, ¿recuerdas alguna frase del salmo? Si llegaste tarde y ya se había proclamado… Gracias por concursar. Pero, si estabas allí mientras el salmo se leía en voz alta, con toda seguridad lo has oído; incluso has repetido, varias veces, la frase que sirve de respuesta. Sin embargo, ¿te acuerdas? Si la respuesta es «sí», el comentario de hoy termina aquí. Si la respuesta es «no», entonces, aunque has oído, no has escuchado. Dios habló, y tú oíste, pero Samuel no dijo «Habla, Señor, que te oigo», sino «Habla, Señor, que tu siervo escucha».

Cuando se trata de la Palabra de Dios, «escuchar» y «siervo» son dos palabras íntimamente relacionadas. «Escuchar» es oír con recogimiento, con interés, acogiendo la Palabra en el corazón, como la Santísima Virgen, y guardándola como el tesoro más preciado. Una vez escuchada, la Palabra se pone en pie en el alma y la modela, la transforma, la renueva… Si la dejamos actuar, nos convertimos en «siervos» de la Palabra escuchada. Puesto que hablábamos del salmo, aquí te copio una perla del de hoy: «Yo esperaba con ansia al Señor; él se inclinó y escuchó mi grito». Dios no sólo te oye; Dios te escucha, y lo hace con una atención infinita, porque todo lo que tú le dices le importa muchísimo. Se inclina -nos dice la Palabra- y lo imagino yo con la mano derecha alrededor de su oreja, como haciendo una caja de resonancia para no perder ni uno sólo de los sonidos de tu oración. Ora sin miedo, que Dios te escucha.

Permíteme algunos consejos que puedan ayudarte a escuchar la Palabra: 1.- Procura haber leído las lecturas y haber orado con ellas antes de la misa; que no te pillen «de sopetón». 2.- Podrías leer cada noche, antes de acostarte, las lecturas que se van a proclamar al día siguiente, y meditarlas mientras esperas al sueño. 3.- Procura llegar a misa antes de que comience, aunque sea unos minutos: recógete en oración y prepara el alma para la escucha. 4.- Trae a la memoria la Palabra después de comulgar; aún está fresca, y es el momento de grabarla a fuego. 5.- Elige una frase, o una escena, de entre todo lo que has escuchado, y recuérdala muchas veces a lo largo del día, para dejar así que la Palabra vaya dirigiendo tu jornada.
«Aquí está la Esclava del Señor. Hágase en mí según tu Palabra»… «Palabra»- «Esclava»; es el mismo binomio que «escuchar»-«siervo». ¡Madre Santa! Abre hoy nuestros oídos para que no oigan, sino que escuchen.