1Sam 4, 1-11; Sal 43; Mc 1, 40-45

«No se lo digas a nadie», le dijo Jesús a aquel leproso que había recuperado la salud al ser acariciado por sus dedos. Es un mandato misterioso, y en apariencia contradictorio: el opuesto a aquel «Id por todo el mundo y anunciad el evangelio» que nosotros hemos recibido… Sin embargo, muchos lo acogerían hoy con un suspiro de alivio. Son aquellos cristianos para quienes el apostolado supone una carga, una virtud casi inasequible… Una vergüenza por la que es necesario pasar en el nombre del Señor.

«¡Me cuesta tanto hablar de Dios!» -te dicen-. «Es que no quiero meterme en la vida de los demás… ¿Quién soy yo para decirles lo que tienen que hacer?… Es que se van a reír… Quizá, si se enteran de que soy católico, pierda puntos en la empresa… Es que mi vida no está a la altura del evangelio… ¡Es que me da «corte»!». Si escucharan de labios del Señor aquel «No se lo digas a nadie» se sentirían aliviados… «¡Qué peso me ha quitado de encima!» -dirían-.

No parece que a aquel leproso el mandato le aliviase demasiado. El alivio lo experimentó cuando, ante las palabras de Jesús «Quiero: queda limpio», vio cómo la lepra desparecía de su cuerpo. En cuanto al mandato «antiapostólico», lo desobedeció «olímpicamente» porque no pudo ni supo mantener la boca cerrada: «Cuando se fue, empezó a divulgar el hecho con grandes ponderaciones»… A aquel hombre le había sucedido algo, y no podía callar porque reventaba de gozo. Para él, el apostolado no era virtud, sino necesidad imperiosa.
Si, para tantos cristianos, el apostolado es virtud, el motivo es que no les ha sucedido absolutamente nada.

Hay en mi pueblo un hombre que se ha enamorado de una tal «ratita» (¡También se las trae el «apelativo cariñoso»! Eso es peor que llamar a la novia «churri» o «gordi»). La flecha de Cupido se le debe haber clavado en algún nervio vital cerca del cerebelo, y le ha dado por llenar una pared con requiebros a la «ratita» (que debe estar pasando una vergüenza de tomo y lomo). No contento con llenar la pared de suspiros, ha «iluminado» también los cubos de basura (¡Mira que podía haber elegido las farolas o los semáforos, pero no: la ha emprendido con los cubos de basura!). El Ayuntamiento ha limpiado ya tres veces la pared, y otras tres ha vuelto el joven Adonis a llenarla de requiebros, a cual más ardiente… Cada vez que paso por allí, siento más vergüenza que la propia «ratita»: me da por pensar que los católicos amamos menos al Señor de lo que ese joven ama a su «pequeña roedora»… Ese pintor loco se ha enamorado. A nosotros no nos ha pasado absolutamente nada: ni nos hemos enamorado, como él, ni nos sentimos sanados, como el leproso -¡Tampoco nos sentíamos enfermos!-.

Hacemos, hacemos y hacemos… Incluso rezamos, pero no nos ha pasado nada. Si nos hubiera pasado, nuestro pregón sería como el Magnificat de la Virgen: alcanzaría a toda la tierra. Lo publicaríamos en los periódicos, lo gritaríamos por la tele, lo divulgaríamos por Internet… ¡Ríase usted de lo de la ratita! Pero, para enamorarse, hay que rezar mucho; y, para saberse curado, hay que ser humilde.