Is 49, 3. 5-6; Sal 39; 1Cor 1, 1-3; Jn 1, 29-34

En sus locos deseos de hacerse amigo del hombre, la Trinidad ha abierto su seno y nos ha revelado sus secretos. Por eso sabemos que el Padre, viendo que los hombres, por nuestros pecados, nos habíamos apartado de Él y andábamos dispersos, cada uno tras nuestros intereses, decidió enviar a su Hijo al mundo para que redimiese al ser humano. Y, a la vez que depositaba al Verbo encarnado en el seno de una Virgen, grabó a fuego en su Corazón el deseo que a las Tres Personas unía: «desde el vientre me formó siervo suyo, para que le trajese a Jacob, para que le reuniese a Israel». He ahí toda la misión de Cristo; he ahí el único deseo de su Corazón: «habrá un solo rebaño, un solo pastor» (Jn 10, 16).

«Aquí estoy, Señor, para hacer tu Voluntad», respondió el Hijo, ya con labios de carne, mientras rezaba el salmo que hoy nosotros repetimos. «Dios mío, lo quiero, y llevo tu Ley en mis entrañas». Ya sabía Él, mientras lo decía, que si la causa de nuestra dispersión era el pecado, sólo un sacrificio expiatorio podría reunirnos de nuevo. Ya sabía el Buen Pastor que venía como Cordero cuando Juan lo señaló ante los hombres: «Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo». Ya sabía el Cordero que «iba a morir por la nación; y no sólo por la nación, sino para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn 11, 51-52). Por eso, poco antes de padecer gritó: «Que todos sean uno, como Tú, Padre, en Mí, y Yo en Ti» (Jn 17, 21). Después murió en una Cruz.

Hoy se anuncia a toda la tierra la buena noticia: Jesús ha resucitado. El perdón se derrama gratuitamente desde la Cruz gloriosa a todos los hombres… Cuantos creemos en Cristo estamos hoy convocados en el Calvario, y el pregón lo grita, en esta mañana de Luz, el apóstol Pablo: «a los consagrados por Cristo Jesús, a los santos que él llamó y a todos los demás que en cualquier lugar invocan el nombre de Jesucristo, Señor de ellos y nuestro». En torno a esa Cruz luminosa, en torno al altar, se hará realidad el sueño por el que Jesús murió, y el deseo que, ya resucitado, ha manifestado a los suyos: «que se predicara en su nombre la conversión para el perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén» (Lc 24, 47). Hay un punto de encuentro: Jerusalen, el Calvario… ¡El altar! Sólo en torno a la Cruz se cumplirá la unidad de todos los que creemos en Cristo. Y -no lo olvides- a la Cruz hay que ir desnudo: hay que dejar atrás nuestra casa, nuestros intereses, juicios y opiniones tan… personales.

¡Despojémonos, pues, y corramos hacia el altar! ¡Confesemos nuestros pecados, para que nos sean perdonados, y comulguemos en el Cuerpo y la Sangre de Cristo! Entonces, hechos uno con Él y unidos a María, elevemos nuestra plegaria, y ofrezcamos también en el altar nuestras vidas, para que se acerquen aquéllos que aún faltan… Pero -no lo olvidemos- esa unidad sólo se realizará en torno al altar, en torno a la Cruz.