1Sam 16, 1-13; Sal 88; Mc 2, 23-28

Uno de los ámbitos más propicios para crear lazos de unidad es la mesa. Debería ser sagrada, en las familias, la costumbre de comer juntos al menos una vez a la semana. Sangra el hogar cuando, en el calor de una discusión, uno de los comensales se levanta y abandona la mesa; la comida se vuelve insípida, el vino se torna aguado, y el silencio impide tragar. Un amigo mío, cuando se vio en semejante situación, en lugar de abandonar la mesa decidió levantarse y volcarla, con platos, jarras, vasos, botellas y cordero incluido.

Estaba en un restaurante, y el gesto, aunque escandaloso, fue sugerente: si la mesa no sirve para crear unidad, no merece estar de pie… ¡A paseo con ella! En cuanto a mí, últimamente me cuido mucho a la hora de aceptar invitaciones; hay circunstancias en que la función de crear unidad se vuelve imposible para la mesa y para un servidor. Por eso, procuro escabullirme cuando me invitan esas personas que, no contentos con no fumar ni beber ellos, si les pides permiso para encender un cigarrillo emplean media hora en buscar un cenicero para darte a entender que les estás tocando las narices, o no saben ofrecerte una cerveza fresca antes de la comida, porque ignoran que tan saludable bebida crea un sanísimo «lecho» en que depositar la carne y el vino. Huyo también de los vegetarianos… ¿Cómo puede crearse un vínculo serio entre berenjenas, lechugas y repollo?… Me alegra saber que Samuel era «de los míos»: no se sentaba a comer con cualquiera. Aún a riesgo de que se enfriase la sopa, se negó a probar el primer canapé hasta que llegase el joven pastor David: «Manda por él, que no nos sentaremos a la mesa mientras no llegue».

Una mesa sin pastor es como una comida de domingo de la que se excluye al cabeza de familia: no interesa más que a los estómagos… Y es que la mesa, por sí sola, ayuda pero no basta. Se precisa, para crear una verdadera unidad, a un pastor sentado en la silla de la presidencia: un pastor de buen apetito, que bendiga la mesa y después coma y beba bien, como quien da gracias a Dios y a los hombres, y que trence, en torno a esa deliciosa «unidad estomacal», un tejido de cariño y buen humor capaz de hacer naturales las verdades más profundas… Mientras ese Pastor no llegue, el pan debe permanecer intacto.

«¿No habéis leído nunca lo que hizo David(…)? Entró en la casa de Dios (…), comió de los panes presentados, que sólo pueden comer los sacerdotes, y les dio también a sus compañeros»… Se acaba el folio: dejemos que la imagen deje paso a la realidad. David, el pastor, es Cristo; la mesa, el Altar, y el pan la Eucaristía. La unidad de los cristianos se crea en torno a esa Mesa, ese Pastor, y ese Pan. Si el Cuerpo de Cristo está roto, es porque muchos han abandonado el altar, o se han acercado a él indignamente, sembrando división. ¿Quieres aliviar sus heridas?: asiste a misa, adora al Pastor sacramentado, comulga… Y da gracias a la Madre que ha puesto la Mesa y ha dejado en ella el Pan de Vida… ¡María!