2Tim 1, 1-8; Sal 95; Lc 10, 1-9

Ayer caía por tierra el joven Saulo, y se levantaba enamorado y ardiente, soldado de Cristo en plenitud de fuerzas, abrasado en deseos de llevar la Cruz a toda la tierra. Hoy, Pablo es ya un anciano prisionero del romano «corredor de la muerte», a punto de ser derramado en libación a Dios. Desde allí escribe a sus dos jóvenes «hijos en la fe» Timoteo y Tito, obispos ambos encargados de velar por las ovejas de Cristo. He leído muchas veces esas tres cartas -dos a Timoteo, y una a Tito- y no me ha costado trabajo descubrir, tras ellas, una única obsesión, un pensamiento que, sin ninguna duda, monopolizó el corazón de Pablo en los últimos años de su vida, y que vierte, en forma de especialísimo encargo, sobre aquellos jóvenes pastores:
«Por esta razón te recuerdo que reavives el don de Dios, que recibiste cuando te impuse las manos». Cruza conmigo este «río» de citas: «Te rogué que mandaras a algunos (…) que no enseñasen doctrinas extrañas» (1Tim 1, 3); «conserva la fe y la conciencia recta» (1Tim 1, 19); «Algunos apostatarán» (1Tim 4, 1); «Conserva el mandato sin tacha ni culpa» (1Tim 6, 14); «Timoteo, guarda el depósito» (1Tim 6, 20); «Conserva el buen depósito» (2Tim 1, 14); «Cuanto me has oído (…) confíalo a hombres fieles» (2Tim 2, 2); «Persevera en lo que aprendiste y en lo que creíste» (2Tim 3, 14); «Vendrá un tiempo en que los hombres no soportarán la doctrina sana (…) se harán con un montón de maestros por el prurito de oír novedades» (2Tim 4, 3); «Hay muchos rebeldes, vanos habladores y embaucadores» (Tit 1, 10); «Repréndeles severamente, a fin de que conserven sana la fe» (Tit 1, 13); «Tú enseña lo que es conforme a la sana doctrina» (Tit 2, 1); «Muéstrate dechado de (…) pureza de doctrina» (Tit 2, 7)… ¡A qué seguir!

Comenzaban a surgir, dentro de la Iglesia, los primeros «originales»: aquéllos que querían sazonar el depósito de la fe apostólica con sus opiniones, sus juicios, sus «ideas geniales»; aquellos que ya no tenían reparo en decir «la Iglesia se equivoca»… Fueron las primeras herejías las que hicieron temblar al anciano Pablo. Y, antes de morir, conjuró solemnemente a sus dos «hijos en la fe» para que guardasen intacto el depósito recibido y lo mantuviesen a salvo de las «genialidades» de los hombres.

Han pasado ya veinte siglos. Miles de herejías han sacudido el Árbol de la Iglesia, y, sin embargo, el depósito continúa intacto gracias a los desvelos de Cristo, que no ha dejado de enviar a su Esposa muchos Pablos, muchos Timoteos, muchos Titos…

Muchos santos que, renunciando a ser «originales», han dedicado su vida -¡Y la han derramado, en muchos casos!- a obedecer, a conservar pura la doctrina. También, también hoy abundan los «originales», los que creen ir «por delante», los de «la Iglesia se equivoca»… ¿Tendremos hoy también, Madre de la Iglesia, Timoteos y Titos que cubran con su vida santa y obediente el preciado depósito? ¡Ruega por nosotros!