Hace un tiempo me decía una señora llena de admiración por sí misma: “La verdad es que estoy asombrada de ser tan buena, no tengo por qué confesarme.” La verdad es que no había robado ningún banco, ni asesinado a su marido, ni pertenecía a ninguna multinacional del crimen. Aunque de eso a ser impecable hay una distancia bastante considerable. Lo cierto es que hoy mucha gente no se considera pecadora. No es que nieguen la realidad del pecado, sólo hay que leer los periódicos para darse cuenta que hay mucho mal, pero es un realidad tan lejano como que alguno de nosotros salgamos en los titulares de portada de dichos rotativos.
“ Tú, Señor, tienes razón, a nosotros nos abruma hoy la vergüenza: a los habitantes de Jerusalén, a judíos e israelitas, cercanos y lejanos, en todos los países por donde los dispersaste por los delitos que cometieron contra ti. Señor, nos abruma la vergüenza: a nuestros reyes, príncipes y padres, porque hemos pecado contra ti.” En la edad contemporánea se ha querido luchar contra el sentimiento de culpa, contra la vergüenza que genera el pecado. Eso ha llevado a que psicólogos y psiquiatras (en algunos casos tan necesarios), hayan asaltado parcelas que les son ajenas queriendo deshacer el pecado en extrañas manifestaciones de la psique. Pero el pecado existe y no se combate desde un diván. Debería provocarnos vergüenza la falta de vergüenza por nuestros pecados pues si no reconocemos su existencia somos incapaces también de reconocer la misericordia.
“Pero, aunque nosotros nos hemos rebelado, el Señor, nuestro Dios, es compasivo y perdona.” Curiosamente la misericordia y compasión de Dios han sido también utilizadas para aguar la realidad del pecado: como Dios es compasivo da igual lo que hagamos, pues Dios siempre perdona. Pero el Evangelio de hoy nos lo deja bien claro: “ Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo; no juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante. La medida que uséis, la usarán con vosotros.” No es que Dios sea vengativo (“Tú te has portado mal y te vas a enterar”), sino que el perdón se ofrece y hay que aceptarlo. Y cuando el perdón se ofrece plenamente, hay que recibirlo plenamente. Es cierto que Dios se desvive (en la cruz), por ofrecernos su perdón, pero no es menos cierto que el hombre -tantas veces-, no está dispuesto a aceptar ese perdón. Aceptar el perdón implica reconocer que tenemos que cambiar de vida, sentir vergüenza por no habernos dado cuenta antes del amor que Dios nos tiene y volvernos plenamente hacia el Señor. Al que mucho amó mucho se le perdonó, al que poco amó poco se le perdonó. No es que Dios ofrezca menos o más misericordia a unos o a otros pero, desde nuestra libertad, podemos aceptar o no esa misericordia, aceptarla en su plenitud o tacañamente.
La Cuaresma es un tiempo especialmente privilegiado para sentir vergüenza reconociendo nuestros pecados y que esta nos lleve a aceptar plenamente la Misericordia de Dios. La Virgen aceptó esa misericordia desde su concepción, y nunca se separó de ella, por eso nos enseña y nos muestra que la medida del amor es el amor sin medida.