1Sam 16, 1b. 6-7. 10-13a; Sal 22; Ef 5, 1-14; Jn 9, 1-41

«Los vecinos y los que antes solían verlo pedir limosna preguntaban: -«¿No es ése el que se sentaba a pedir?» Unos decían: -«El mismo.» Otros decían: -«No es él, pero se le parece.» Él respondía: -«Soy yo» «. Aparentemente, son los versículos más «prescindibles» de la larga lectura del evangelio de hoy. Cualquiera diría que el relato puede entenderse sin ellos… Y, sin embargo, es este «intrascendente» diálogo de pueblerinos un evangélico «marchamo de autenticidad». De no haber sido real, ¿quién habría reparado en un detalle tan anecdótico y a la vez tan incontestable? ¡A aquel hombre no lo reconocían porque le había cambiado la cara! Es tal la carga de expresividad que los ojos aportan al rostro de un hombre, que un ciego que recupera la vista ya no parece la misma persona… ¡Claro! Es delicioso; casi nos parece estar allí.

Otro diálogo tiene lugar entre los fariseos y el antes ciego. Y toda la ciencia de aquellas personas sin fe saltará en pedazos al estrellarse contra la sencillez de un hombre sin cultura a quien, simplemente, le ha sucedido algo que no puede ocultar. El coloquio es tan delicioso y real como el anterior. Una y otra vez, el antes ciego repite: «no sé»… ¿qué se puede argüir ante un «no sé»? Su sabiduría es tan simple como irrefutable: «sólo sé que yo era ciego y ahora veo». Contra la misma muralla se estrellan los fariseos cuando llaman a sus padres: ellos tampoco saben nada sobre lo escrito en los libros, pero «sabemos que éste es nuestro hijo y que nació ciego». ¿Quieres ser apóstol? ¡Cuenta a todos los hombres lo que te ha sucedido! Y, si aún no te ha sucedido nada, te diré cómo recobró la vista el ciego para que también tú, que no ves, llegues a ver y se mude tu rostro:

Saliva, tierra, y una fuente: Palabra, carne y Espíritu. Es el finísimo lenguaje del Señor. Para recuperar la vista, el ciego recibió en los ojos saliva de Jesús mezclada con tierra. Es la Palabra que Dios ha pronunciado con labios de carne: jamás se abrirán tus ojos a la fe si no lees a diario el santo evangelio. Y, después, un baño en una fuente llamada «del Enviado». No basta saber: tienes que sumergirte en la Vida de Jesús, tienes que recibir su Espíritu en los sacramentos, tienes que ser injertado en Él por la gracia.

Entonces saldrás del baño con ojos nuevos. No serán ya tus ojos, sino los suyos, los ojos de Cristo, y así Él te guiará «por el sendero justo, por el honor de su Nombre». Cuando recobres la vista y veas a través de los ojos de Jesús, reconocerás a tus hermanos donde tu ceguera te mostraba enemigos; reconocerás gracias donde tu ceguera te mostraba desgracias; reconocerás bendiciones donde tu ceguera te mostraba infortunios… ¡Déjate guiar, obedece, oveja ciega, y verás la luz! Pero, si crees que ves, si piensas que no tienes nada que aprender, si estás tan seguro de tu propio juicio que tienes por ciegos a los demás, entonces teme: «Si estuvierais ciegos, no tendríais pecado, pero como decís que veis, vuestro pecado persiste»… Pidámosle a María el primero de los rayos de la luz nueva: el que nos muestre que estamos ciegos.