Is 65, 1. 17-21; Sal 29; Jn 4, 43-54

«De lo pasado no habrá recuerdo ni vendrá pensamiento, sino que habrá gozo y alegría perpetua por lo que voy a crear». Diariamente tengo que tratar con personas que sufren. Nadie está tan cerca del sufrimiento humano como el sacerdote. Los médicos lo saben casi todo acerca de los dolores corporales; pero ignoran, muchas veces, los terribles sufrimientos afectivos de sus pacientes. Los psicólogos tratan las enfermedades del espíritu y de la mente; pero nadie acude a ellos por un dolor de espalda. Sin embargo, el sacerdote es -¡gracias a Dios!- el pañuelo de lágrimas donde todo sufrimiento encuentra desahogo: «padre, mañana me operan del riñón; pida usted por mí»; «padre, mi hijo es drogadicto; pida por él»; «padre, mi vida está rota; mi matrimonio es un fracaso…»; «padre, tráigame la Comunión a casa, porque me estoy muriendo…» He acompañado a muchas personas hasta la orilla, y desde allí los he visto partir y perderse entre la bruma, a la vez que sus dedos temblorosos soltaban los míos a mitad de un Padrenuestro. No sé si resulta pretencioso decir que no encuentro tiempo para mis dolores; si es pretencioso, lo borro y se acabó. O quizá mis mayores dolores los estoy sufriendo en las almas de… ¿Puedo decir «de mis hijos»? No sé; pienso en ocasiones que tengo en reserva un saco inagotable de lágrimas, y que no quiero llorarlo hasta que no llegue al cielo y lo pueda vaciar en los hombros de María. Desbarro. Tan sólo quería expresar la alegría que me producen las palabras del profeta. La promesa de que un día todo sufrimiento será olvidado es mi alimento en las horas de mayor tribulación. He leído a Santa Teresita, y la venero desde hace años. Pero cuando dice que no sabrá ser feliz en el cielo sin sufrimiento no la comprendo. Yo estoy deseando dejarlo atrás definitivamente.

«Anda, tu hijo está curado». Como en los anuncios de televisión, la curación de aquel criado duró apenas veinte segundos. Años, días, o meses más tarde, el joven incurrió en otra enfermedad que lo llevó a la tumba. Pero el milagro operado por Jesús ha quedado impreso en el evangelio como el signo de la dicha que esperamos. A algunas personas, a quienes siempre veo llorando, les suelo decir: «¡Bueno! ¿Cuándo llegará el día en que te sientes ahí, y, al preguntarte yo: «¿Cómo estás?», me contestes: «¡Nunca había sido tan feliz!»?» Se me encogen de hombros -¡pobrecitos!- y sonríen con una sonrisa triste. Pero mi corazón, en esos momentos, vuela hasta el cielo. Y allí me imagino que me siento a su lado y los veo sonreír de verdad, como sonríen los ángeles, la Virgen, o los santos.

Todo eso llegará; llegará muy pronto. Pero, entretanto, y mientras nos alimenta la esperanza de unas palabras proféticas, nuestros cuerpos y nuestros corazones están bien en la Cruz. Es el único lugar de este mundo donde no están solos. ¡Vale la pena! ¡Vale la pena vivir en el Calvario, vale la pena abrazar el regazo de María al pie del Madero, vale la pena esperar ese día consolando a Jesús, y siendo consolados por Él! A veces, uno casi ni se entera de que sufre…