En un solo día la Iglesia nos invita a emociones encontradas. Por una parte escuchamos y meditamos sobre la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén. Allí es recibido con cantos que lo reconocen como Mesías. En la Misa escuchamos el relato de la pasión, que nos muestra en todo su realismo la pasión del Señor y nos lo presenta abandonado incluso por aquellos que le son más cercanos. La celebración de estos actos nos provoca una sensación parecida. Son muchos los que se acercan para bendecir las palmas y los ramos y se nota la alegría de los niños y mayores. Si embargo, son muchas las dificultades para adentrarse en el misterio profundo que se nos abre en la lectura de la pasión del Señor. Pero ese contraste no deja de contener una enseñanza para nosotros: nos es fácil identificarnos con Jesús victorioso, pero nos resistimos a acompañarlo en el camino ultrajante de su humillación. Esa contradicción se da a lo largo de la vida espiritual y hoy la liturgia nos la coloca ante nuestros ojos en toda su profundidad. Tomar conciencia de esta lucha que se da en nuestro interior puede ser una buena manera de iniciar esta Semana Santa.

Las lecturas de este domingo, y el evangelio en que se relata la entrada en la Ciudad de David inciden en un hecho: la humildad del Señor. Esa humildad llega al punto de ser escandalosa, y por ello huyen los apóstoles y, más adelante, serán muchos los que se apartarán de la cruz de Cristo. El abajamiento de Jesucristo se nos muestra en toda su intensidad. Quizás podamos ver en ello la disposición que tiene Dios para entrar en lo más abyecto de nosotros. Porque el abajamiento de Jesús no es una puesta en escena sino como una exigencia de su amor. Nada de esto era necesario en sentido estricto. Pero Dios diseñó este camino doloroso para encontrarse con el hombre y experimentar sobre sí las consecuencias de nuestros pecados. De alguna manera la inteligencia humana se rompe ante este misterio. Sólo podemos entrar en él por el camino del amor.

Inciden algunos autores en que Dios se rebaja para que nosotros sintamos misericordia de Él y, al tenerla, descubramos que somos nosotros los que tenemos necesidad de ella. Jesucristo se expone al máximo y así nos abre la puerta a superar la superficialidad y enfrentarnos en profundidad al drama de nuestro corazón. El grito del salmo, que Jesús recita en sus primeras palabras, muestra el fondo del abismo en que se encuentra el hombre y hasta donde baja Dios: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”.

En ese abismo nos encontramos Dios y nosotros. Nosotros como consecuencias de nuestros pecados, por los que rechazamos a Dios y cada vez nos encontramos en profundidades mayores. Dios, porque desciende hasta lo más hondo de todo para rescatar al hombre. En el misterio de la pasión se vislumbra algo de esto. Jesucristo se rebaja hasta la muerte de Cruz y nosotros lo encontramos clavado en nuestro interior. Buscarlo fuera no permite encontrarse con Él. El calvario está también dentro de nosotros. Todos los personajes que aparecen en el relato de la pasión nos y que participan del drama evitándolo, hablan de nosotros. Por ello este Domingo de Ramos nos invita a vivirlo con Cristo, desde la interioridad. Contemplar la pasión de Cristo, y llevarla a nuestro corazón, nos ayudará a entender ese amor de Dios del que estamos tan necesitados aunque no nos demos cuenta.