La institución de la Eucaristía tiene lugar en el contexto de la Pasión de Jesús. La Iglesia ha entendido siempre que hay una íntima conexión entre Eucaristía y sacrificio de la Cruz. El Catecismo enseña que se trata de un único y mismo sacrificio. De hecho Jesús, en la última Cena, anticipa místicamente lo que iba a suceder en el Calvario. Tanto de su inmolación en la Cruz como de su presencia en la Eucaristía, podemos decir con san Juan Crisóstomo: “Se ha dado por entero, no reservándose nada para sí”. Cuando celebramos ahora la Misa hay, sin embargo, dos diferencias importantes. La primera, que se trata de un sacramento incruento (no hay derramamiento de sangre como sucedió en la Cruz); la segunda es que Jesús nos invita a unirnos a su sacrificio.

La primera lectura nos muestra cómo la Eucaristía estaba prefigurada en el Antiguo Testamento. Jesús es el nuevo y definitivo Cordero que se inmola por la salvación de todos los hombres. La Pascua judía era una figura de lo que había de venir. En nuestra participación en la Misa se nos invita a ofrecer al Padre, como si fuera nuestra, la inmolación de Jesucristo. Jesús nos dice Haced esto en memoria mía y en todas las plegarias Eucarísticas le pedimos a Dios Padre que acepte, como nuestra, la ofrenda de su Hijo. El segundo modo que tenemos de participar es aportar al sacrificio eucarístico nuestras inmolaciones personales. Presentar en el altar, para que se unan a la ofrenda de Jesucristo, nuestras penalidades, dolores, dificultades… De esta manera nos “crucificamos con Cristo”, según la enseñanza de san Pablo.

La Eucaristía es el medio para que todas las contrariedades de nuestra vida sean purificadas por el amor de Dios. De hecho, en la cruz de Jesús confluye, junto con el mal del mundo, el amor infinito de Dios. No es suficiente pasarlo mal para vivir en la Cruz. Es necesario ser transfigurados por el amor del Corazón de Jesús. Por eso, al llevar al altar nuestros dolores e incluso nuestras limitaciones, se nos concede que sean purificadas por el amor de Cristo Redentor.

Dice el beato jesuita chileno Alberto Hurtado: “El fuego de la inmolación eucarística, como el de la cruz, es el amor infinito del Corazón de Jesús. También abrasa y consume nuestras inmolaciones este fuego divino. Hay que ofrecer en la Misa los sacrificios ya hechos y los que pensamos hacer. En la Misa hay que adquirir, actuar, robustecer, endulzar y levantar de punto el espíritu de sacrificio”.

Esto nos permite también entender aquellas palabras de Jesús: Quien no carga con su cruz de cada día y me sigue, no es digno de mí. Experimentamos tantas veces esa dificultad… Mil pequeños obstáculos nos obligan a diario a claudicar de nuestro empeño para ser buenos discípulos del Señor. El secreto está en la Eucaristía. Porque el mismo Jesús que nos ha dicho sin mí no podéis hacer nada es el que ahora está presente en el sacramento de la Eucaristía y se une a nosotros por el don de la comunión. Vivir en la Eucaristía es vivir en la Cruz y viceversa. Jesús sacramentado entra en tu alma, te habla, te consuela, te acompaña en todas tus actividades y te mueve a cumplir siempre la voluntad de Dios. Por eso, también se llama a la Eucaristía “sacramento del amor” y “fuente de todas las gracias”.