¡En algo hay que creer!. Varias veces he escuchado esta expresión, como haciendo de sus creencias un mal menor. Me da mucha pena. Si no nos mueve nuestra fe nos moverá el estómago, la codicia o el amor propio. Las creencias son mucho más importantes. Creemos en el amor de nuestros padres, en la justicia, en el valor de los demás y, sobre todo, creemos en el destino del hombre que supera nuestra propia limitación. Creer no es algo que hay que hacer, como si fuese un mal menos o una especie de regla mnemotécnica para ser feliz. Creer es un don de Dios que el hombre acoge y, como todos los auténticos dones de Dios, le hace más humano. Pero a veces creer no es fácil.
“Por último, se apareció Jesús a los Once, cuando estaban a la mesa, y les echó en cara su incredulidad y dureza de corazón, porque no habían creído a los que lo habían visto resucitado. Y les dijo: – «ld al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación.»” Parece incoherente, le echa en cara el no haber creído y luego les encarga ser sus testigos por todo el mundo. Pero justamente ese es el conocimiento que Dios tiene de nosotros. Dios sabe que a veces dudaremos, que se tambaleará nuestra fe, que nos olvidaremos de Él en muchas ocasiones y que daremos prioridad a otras cosas antes que a nuestra fe. Sólo hay que releer los escritos del Nuevo Testamento para darnos cuenta que esa fue la realidad desde el principio de la Iglesia, y sigue igual veinte siglos después.
“ En aquellos días, los jefes del pueblo, los ancianos y los escribas, viendo la seguridad de Pedro y Juan, y notando que eran hombres sin letras ni instrucción, se sorprendieron y descubrieron que habían sido compañeros de Jesús.” Pedro y Juan demuestran seguridad, pero no es la seguridad del que domina un tema por sus propios conocimientos para vanagloriarse de ello. «¿Puede aprobar Dios que os obedezcamos a vosotros en vez de a él? juzgadlo vosotros. Nosotros no podemos menos de contar lo que hemos visto y oído.» Pedro, el que negó a Jesús tres veces, se sabe débil en la fe por sí mismo, pero ha recibido un don, un regalo de Dios y no puede menos que anunciarlo. ¡Hasta él mismo se asombra!
Jesús cuenta con nuestra debilidad, sabe que dudaremos. Pero ahora que estamos acabando la octava de Pascua tenemos que darnos cuenta que, dado que conocemos nuestra debilidad y el don de Dios que nos dio en nuestro bautismo, tiene que surgir de nosotros el agradecimiento. Si vivimos la fe como algo que hay que tener, seguramente la derrochemos. Si vivimos la fe con agradecimiento seguramente se fortalezca. Comprenderemos muy bien la debilidad de los hombres, sus dudas y, a veces, que renieguen. Pero sabemos que siempre pueden volver hacia el Señor y convertirse en apóstoles. Los apóstoles no son super-hombres, personas de piedra o de hielo. Son como nosotros, débiles, pequeños, poca cosa, pero eternamente agradecidos al don recibido de haber visto a Cristo resucitado.
Hoy sábado miramos a la Virgen y con ella proclamamos la grandeza del Señor.