Hech 7, 51 – 8, 1a; Sal 30; Jn 6, 30-35

«Yo soy el pan de la vida. El que viene a mí no pasará hambre, y el que cree en mí nunca pasará sed»… Apenas unos meses antes, había dicho Jesús a la mujer samaritana: «El que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás» (Jn 4, 14). Hasta aquí, todo está claro. Pero, no mucho tiempo después, los mismos labios del Maestro que dejaron brotar esas palabras, ya partidos a bofetadas y agrietados por una sequedad terrible, pronunciarán desde lo alto de una Cruz el más desconcertante de los gritos: «¡Tengo sed!» (Jn 19, 28)… De modo, Señor, que prometiste saciar para siempre el hambre y la sed de quienes creyéramos en ti, y más tarde te mostraste al mundo suplicando una gota de agua… ¿Cómo entonces calmarás mi avidez, si Tú mismo desfalleces sediento y moribundo? No tienes pan ni agua para Ti… ¿Y me los prometes a mí? ¡Quién podrá entenderte, Jesús!

Desde que «acepté tu Amor» (fantástica canción de Red Steagall), hay tres cosas que no me han faltado: hambre, sed, y sueño. El hambre y la sed no han sido de comida y agua; gracias a Ti, eso no me ha faltado hasta ahora. Pero quizás he sentido hambre y sed de todo lo demás: de compañía, de cariño, de éxito, de tiempo, de silencio, de consuelos terrenos y, en ocasiones, hasta de una tierra donde echar raíces firmes. En cuanto al sueño, ése es de verdad; apenas he dormido desde que te conozco… ¡Hay tanto que hacer! Este pobre cuerpo mío y este corazón que Tú pusiste en mi pecho se quejan día y noche, y es su lamento el eco de tu grito: «¡Tengo sed!».

Y, sin embargo… Si me ofrecieran todo lo que mi cuerpo y mi corazón necesitan para estar satisfechos, uno por uno iría diciendo «no» a todos esos consuelos terrenos, del mismo modo que Tú te negaste a apurar el calmante de vino con mirra que te ofrecieron antes del suplicio de la Cruz (cf. Mc 15, 23). Desde luego, soy débil y pecador, y en cualquier momento podría hacer cualquier locura y tirar mi Tesoro por la borda (¡No lo permitas, Señor!)… Pero ahora, mientras te miro a los ojos, puedo decirte que prefiero mil veces compartir tu sed a saciar la mía… He mirado hacia atrás, y me he sorprendido: hace años tenía yo miles de planes, millones de proyectos, infinidad de ilusiones para esta vida. Sin embargo hoy, Jesús, puedo decirte que no tengo el más mínimo deseo para los años que viva en la tierra: deseo que seas amado en todos los corazones, deseo que tu Luz ilumine a todas las almas… Pero, en cuanto a mí, deseo, por encima de todo, hacer tu Voluntad, sea la que sea. Tu hambre y tu sed son mis tesoros aquí abajo, y si la Eucaristía me deja tan hambriento soy capaz de abrazar esa hambre con todas mis fuerzas y considerarme el hombre más dichoso del mundo…

«Yo soy el pan de la vida. El que viene a mí no pasará hambre, y el que cree en mí nunca pasará sed»… ¡Es verdad! Desde que te conozco, no quiero ya sino tenerte a Ti… ¡Y te tengo! Te tengo en mi hambre, te tengo en mi sed, te tengo en mi sueño… Te tengo en María. No quiero nada más.