Éx 34, 4b-6. 8-9; Dan 3; 2Cor 13, 11-13; Jn 3, 16-18

Le gustaba al filósofo francés Gabriel Marcel hablar de «misterios» y «problemas». El problema es algo que requiere solución; cuando nos hallamos ante él, debemos analizar, manipular, y resolver. La avería de un automóvil que se nos ha quedado parado en la carretera es todo un problema: debemos abrir el capó, examinar detenidamente las piezas -si sabemos hacerlo- y después sustituir, por ejemplo, la correa del ventilador… ¡Problema resuelto! El misterio, sin embargo, es una realidad que invita a la contemplación. Ante un misterio, el hombre debe caer de rodillas y extasiarse. La belleza de un cuadro, la hermosura de un paisaje… Allí no hay que «arreglar» nada; manipularlo sería una profanación. Sencillamente, debemos tomar distancia y gozar contemplando en silencio la claridad que ante nuestros ojos se muestra… Cuando llamamos «misterio» a la Santísima Trinidad, no queremos decir que se trate de una irresoluble ecuación de divino grado, como si con ello advirtiésemos: «no intente usted despejar la incógnita, porque es demasiado difícil para un mortal»… Queremos decir que, ante la belleza de Dios, el hombre no puede sino caer por tierra y adorar: «El Señor pasó ante él, proclamando: «Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad.» Moisés, al momento, se inclinó y se echó por tierra».

Volvamos nuestros ojos hacia las aguas limpias del amor humano: ¿te has fijado cómo, en los amores castos, el pudor lleva a los novios a mantener velada su desnudez?

Y, cuando llega su hora, alcanzada la bendición nupcial y proclamados por Dios «una sola carne», en la primera noche dejan caer los velos y muestran, arropados por la intimidad del cariño, el secreto de sus cuerpos. En ese momento, ambos quedan sobrecogidos, y para cada uno de ellos el misterio recién desvelado es una invitación al amor… Del mismo modo, durante miles y miles de años de noviazgo con los hombres, Dios ocultó celosamente su secreto, aunque con pudor lo dejase apenas insinuado en la Escritura. Y, llegada la hora de la Nueva Alianza, cuando el Verbo Divino hecho Cordero celebró en el Calvario sus bodas con la Iglesia, el velo cayó y todo un Dios amante manifestó su desnudez en la noche cerrada, íntima, y amorosa del Gólgota: Padre, Hijo, y Espíritu Santo… Desde aquel momento, la Iglesia permanece extasiada en la contemplación de la belleza suma recién descubierta: «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único»… Podríamos detener el tiempo y sentarnos ante tan sublime y fina revelación: el Padre («Dios»), el hijo («su Hijo único»), y el Espíritu Santo (sutilmente señalado en las palabras «amó» y «entregó»… ¡Qué finura!).

La dulcísima doxología de San Pablo fue llevada a plenitud en María: «La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo esté siempre con todos vosotros»… Que Ella abra nuestros ojos dormidos a la contemplación de un Dios tan misterioso y bello.