“Los ricos, llorad y lamentaos por las desgracias que os han tocado. Vuestra riqueza está corrompida y vuestros vestidos están apolillados”. Santiago nos sigue sorprendiendo con la claridad y contundencia de sus afirmaciones. El apóstol tenía la convicción de que para vivir con fidelidad el seguimiento a Cristo, era necesario estar desprendidos de todo aquello que nos ata con la “locura” de lo material. Y si hay una época en que la fiebre por el “tener” nos devora es ésta en la que vivimos. Juan Pablo II insistía constantemente acerca de la devaluación del “ser”, dejando paso a ese “haber” que pretende sustituirlo. Pero la paradoja sigue siendo la misma: lo material, en sentido absoluto, nunca hará que el ser humano encuentre la felicidad, sino todo lo contrario, la sensación de vacío y ansiedad nos acaparan cuando buscamos “llenarnos” de todo aquello que muere, porque nunca alcanzará la trascendencia de Dios.

No se trata de vivir como eremitas, o vestir miserablemente. Todo depende del corazón. Allí dónde ponemos nuestros deseos es donde nuestro entendimiento y voluntad harán lo posible para poseerlos. Pero la pregunta es inevitable, ¿aquello que deseo es lo que más me conviene? Cuando lo material deja de ser un medio (lo que necesito para alimentarme o vestirme; lo necesario para mi trabajo y mi familia…), y se transforma en un fin en sí mismo, he dejado de que las cosas sean un instrumento para ser esclavo de ellas. Hemos creado necesidades de lo superficial, y nos hemos alejado de lo esencial (quién soy, cuál es mi papel en la sociedad, en qué consiste la finalidad de mis acciones…) como si fuera una pesada carga que nos agobia y nos molesta. Este cambio de valores nos hace infelices, inconstantes… y dependientes del juicio y criterio de otros que, en definitiva, manipulan las pocas convicciones que me quedan.

¡Hay que tener la valentía de huir!… Cuando a Nuestro Señor le quieren hacer rey, después de realizar el milagro de los panes y los peces, “huye”. No son los poderes de este mundo los que nos hacen libres, sino dependientes del consenso y el reconocimiento de los demás, que poco tiene que ver con el deseo de Dios. Curiosamente, la invitación que nos hace el Señor es alcanzar la libertad cuando nuestro corazón le busca a Él, ya que ésa es la única verdad capaz de saciarlo. ¿Difícil?… Todo depende de nuestra generosidad y de nuestra entrega por vivir coherentemente, en cada detalle, esa relación personal con Dios y con los demás. Nunca olvidemos que si sólo me busco a mí mismo (lo que me satisface, lo que me produce placer, incluso a costa de otros…), no seré verdaderamente feliz.

“Que no falte entre vosotros la sal, y vivid en paz unos con otros”. María la Virgen, la llena de gracia, siempre llevó consigo esa “sal” (sacrificio, renuncia personal, alegría…) necesaria para derramar a su alrededor la paz de Dios. Aprendamos a vivir esa misma donación, aunque otros ni lo vean, ni lo entiendan… ¡Que sólo nos importe el juicio de Dios!