Dt 8, 2-3. 14b-16a; Sal 147; 1Cor 10, 16-17; Jn 6, 51-58

Uno de los ídolos de nuestra civilización es el «self-made-man»: el hombre que se ha hecho a sí mismo, y que de nadie depende porque a nadie debe nada… El conserje de una sucursal bancaria que ha llegado a ser dueño del Banco; el repartidor de periódicos que alcanza la presidencia de los Estados Unidos… Nuestra generación contempla, en esos modelos, cómo cualquier dificultad puede ser superada por la fortaleza humana, y así sueña al superhombre. Es una lástima que tan bello sueño quede reventado, como una pompa de jabón, por el insignificante alfiler de la muerte. Frente a su guadaña, superhombres y frágil-hombres no somos sino unos niños desnudos e indefensos… ¡Qué humillación!

El niño es el contrapunto del superhombre: no puede ni siquiera alimentarse a sí mismo, porque necesita unas manos que le den de comer. No puede ser asumir el protagonismo de su existencia, porque apenas pasa de ser un precioso bulto receptivo.
Se duerme, cuando crece, en el sueño del superhombre. Y, poco antes de morir, despierta anciano y desvalido para volver a ser lo que era: un niño a quien otros alimentan. Han pasado setenta, ochenta años de sueño, y al cabo de ellos se da cuenta de que aún tienen que cambiarle los pañales.

«No te olvides del Señor, tu Dios, (…) que te alimentó en el desierto con un maná que no conocían tus padres»… La grandeza de estas palabras, que es la misma grandeza de la Eucaristía, es que están escritas para niños. En ellas el protagonista es sólo Dios, mientras el ser humano no pasa de ser el beneficiario de unos cuidados maternos. Las fuerzas humanas tienen su importancia, porque son nuestro homenaje al Creador y no hemos de escatimar, para Él, un sólo gramo de sudor. Pero la salvación no la ganaremos con nuestro esfuerzo, porque no hay superhombre en este mundo capaz de vencer a la muerte y asaltar el Cielo. A la hora de la salvación, somos niños y, al igual que ellos, debemos recibirla como recibimos la Eucaristía. Allí nos postramos indefensos mientras nos alimenta el mismo Dios que nos cambia los pañales en el sacramento del Perdón.
«Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros». El superhombre no entiende esas palabras de la Iglesia según las cuales faltar a misa un domingo constituye un pecado mortal que nos priva de la Vida Eterna. No las entiende porque cree que puede salvarse a sí mismo y pasar, de «self-made-man», a «self-saved-man»… Pero el «self-saved-man» no existe. Cualquier niño entiende, aún sin saber hablar, que si no se abraza a los pechos de su madre morirá.

Y cualquier cristiano que ame a Dios sabe que Salvación y Eucaristía son, exactamente, lo mismo, porque Dios alimenta a sus pequeños. ¡Quién nos iba a decir, después de tantos esfuerzos -y todos ellos, repito, tan valiosos- que acabaríamos siendo salvados por una partícula de Pan de Vida puesta en la mesa del altar por una Madre Inmaculada y depositada en nuestros labios por el propio Dios a través de las manos del presbítero!