Aún no se ha iniciado el año paulino, pero su figura e tan imponente que, sentimos la necesidad de hablar de él. La primera lectura de hoy nos lo facilita enormemente. Parece que el apóstol la escribió desde Roma, ciudad en la que sería martirizado. Le dirige a Timoteo, a quien denomina hijo, y que ha nombrado para que cuide de alguna de las iglesias fundadas por él.

San Pablo le escribe recordándole la fidelidad a la fe que ha recibido y lo hace con la autoridad de quien puede ponerse como ejemplo. Ese hecho siempre me ha impresionado, porque no denota soberbia. San Pablo se pone como ejemplo porque su vida lo es. El Apóstol inicia su carta fijándose en que estamos llamados a “anunciar la promesa de vida que hay en Cristo Jesús”. Cuando esa promesa se manifiesta en la vida de los predicadores, el Evangelio se hace creíble.

Esto recuerda lo que Benedicto XVI ha escrito sobre la esperanza en su encíclica: “En ellos (se refiere a los santos) se ha demostrado que esta nueva vida posee realmente sustancia y es una sustancia que suscita vida para los demás. Para nosotros, que contemplamos estas figuras, su vida y su comportamiento son de hecho una prueba de que las realidades futuras, la promesa de Cristo, no es solamente una realidad esperada sino una verdadera presencia.

San Pablo reflejaba de tal manera su confianza en las promesas de Jesucristo que, incluso en la penosa situación en que se encuentra puede ponerse como modelo. De ahí que la exhortación que dirige a Timoteo tenga tanta fuerza cuando le pide: “Toma parte en los duros trabajos del Evangelio, según las fuerzas que Dios te dé”. Cuando san Pablo dice “Sé de quien me he fiado”, su auditorio sabe que no está refugiándose en una frase hecha ni en un lugar común. La frase expresa su misma vida; habla de lo que experimenta y expresa en su vida y, por lo mismo, resulta creíble.

En la misma carta indica la necesidad de avivar el fuego de la gracia que se ha recibido. San Pablo sabe, por propia experiencia, que el Señor se ha valido de él para realizar prodigios. Es plenamente consciente del valor de la gracia, pero también sabe, y así lo indica, que nos corresponde a nosotros cuidar ese don, porque el fuego puede apagarse. En la misma encíclica señala el Papa: “Toda actuación seria y recta del hombre es esperanza en acto”. Es decir, cuando actuamos de acuerdo con el fin adecuado (la gloria de Dios) y nos tomamos esa tarea en serio, nuestra confianza crece. San Pablo, con la pasión que puso en su misión durante toda la vida también ilustra esta verdad. La verdadera entrega al servicio del evangelio, con independencia de que veamos resultados o no, siempre nos confirma en la esperanza. Quien se entrega de verdad a cumplir la voluntad de Dios experimenta su presencia y eso aún en los momentos aciagos, esos que nos describe hoy el Apóstol.