Una de las mayores dificultades que tiene el hombre moderno es aceptar una ley que venga de fuera. El filósofo Inmanuel Kant intentó defender una moral autónoma, es decir, que no le viniera impuesta por ninguna autoridad exterior. Sin embargo, todos escuchamos en nuestro interior la voz de la conciencia que nos mueve a obrar el bien y a evitar el mal. Esa voz, que suena en nuestro interior, la reconocemos sin embargo, como dotada de autoridad. San Buenaventura decía que la conciencia es el Heraldo de Dios. En ella Dios nos habla desde el interior de nosotros mismos. Es así porque los mandatos morales se ordenan a la felicidad y al bien del hombre. No pueden verse como algo ajeno, dependiente de una voluntad arbitraria, sino íntimamente unidos a nuestro desarrollo y plenitud. De ahí también que el cumplimiento de la ley moral vaya unido al destino final del hombre.

Querer los mandamientos es, por tanto, querer nuestro propio bien. Están unidos a la felicidad del hombre. Dios no es ajeno a esos mandamientos porque Él es el Creador y Legislador. La ley moral es conforme a la realidad creada. El hombre no deja de serlo por cumplirlos, sino más bien al contrario. La desobediencia a la voluntad de Dios deshumaniza al hombre. Y, aunque muchas verdades morales son cognoscibles por la sola razón, lo cierto es que nuestra naturaleza caída a veces es incapaz de reconocerlos. Es por eso que Dios entregó a Moisés los diez mandamientos. En el Evangelio, sin embargo, Jesús nos alerta frente al peligro de reducir el alcance de su palabra. Existe la posibilidad de reducir el alcance de lo que Dios nos manda. Al hacerlo reducimos también nuestra felicidad y negamos la dimensión de plenitud a que estamos llamados. Algo así pasaba entre los contemporáneos de Jesús y nos puede pasar a nosotros. De ahí las enseñanzas del sermón de la Montaña que hoy escuchamos.

Jesús no anula la ley antigua sino que la conduce a su plenitud. Dicha plenitud la encontramos en su persona, pues en Él se hace carne el Amor infinito de Dios. Por eso sólo Él puede ayudarnos a comprender en plenitud el alcance de los preceptos. Nosotros tendemos a reducirlos y a convertirlos en letra muerta. Es así porque los vemos más como limitaciones que como posibilidades. Nuestro afán de libertad nos lleva a luchar contra esos límites y, por lo mismo, a reducir el alcance de la ley. Pero la ley no es contraria al hombre sino que ha sido dada para su bien. De ahí que debamos agradecerla y tomarla como un punto de partida para ir mucho más lejos. Sabemos que las enseñanzas de Jesús no se quedan ahí sino que llevan a amar como Él nos ha amado. Junto al mandato nos da la posibilidad de cumplirlo por el don del Espíritu Santo.

Al mismo tiempo, al profundizar en las enseñanzas de la ley mosaica, Jesús nos muestra que la actitud no ha de ser la de jugar al límite, pensando que puedo llegar hasta aquí y no pasa nada, sino al contrario: alejarse al máximo de él para llegar a vivir en plenitud la vocación de amor a la que hemos sido llamados. En el evangelio de hoy y durante varios días Jesús nos va a ir enseñando esa profundización de la ley que nos lleva a vivir según la santidad de Dios, infinitamente mayor que los ideales de justicia de los hombres y, por lo mismo, fuente de felicidad eterna.