Jer 20, 10-13; Sal 68; Rom 5, 12-15; Mt 10, 26-33

«No temáis» (Mt 27, 10) es el saludo de Jesús resucitado a las santas mujeres. Para aquellos apóstoles abatidos por la tristeza, «No temáis» tenía todo el aspecto de un sarcasmo. Lo tiene hoy, todavía, porque en el penalti que falló ayer Joaquín estaban comprendidos, como en una parábola, todos nuestros fracasos terrenos. Nos gustaría responder: «¿Cómo puedes decirme que no tema cuando he perdido el trabajo, cuando me ha traicionado un amigo, cuando me han diagnosticado una enfermedad incurable, cuando ha muerto quien yo más quería…?». Ante semejante saludo, un fracasado sólo puede adoptar dos posturas: o creer que se están burlando de él, o creer que es un Resucitado quien le habla, y que él se había equivocado de enemigo: «No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma»… Estábamos luchando contra fantasmas, porque ni el fracaso laboral, ni la enfermedad, ni la traición de un amigo ni la selección coreana ni la propia muerte pueden dañar nuestras almas. Y, mientras el alma se mantenga en gracia, sabemos que cuanto aquí perdamos lo recuperaremos transfigurado en el cielo. Si un Resucitado se presenta ante los hombres y nos dice «no temáis», podemos creerlo y suspirar aliviados.

«Temed al que puede destruir con el fuego alma y cuerpo». Frente al «no temáis», y en boca del mismo Jesús, hay un «temed», que también nos pilla en «fuera de juego».

Mientras pasamos las noches en vela temiendo al fracaso, a la enfermedad, o a la muerte, el verdadero Enemigo se abre paso sin encontrar dificultades, porque no le tenemos miedo. ¿Qué temes más, la muerte o el pecado venial? Jamás se te ocurriría cruzar la carretera si ves que un automóvil se aproxima a gran velocidad… Pero murmuras y mientes sin apenas luchar, porque piensas que esos «pecadillos» no tienen importancia. Si, de camino al trabajo, un resbalón en la acera te produjese la fractura de un brazo, en lugar seguir tu camino correrías al hospital más próximo… Sin embargo, cometes un pecado mortal y piensas: «cuando llegue el domingo confesaré». ¿Acaso no te das cuenta de que llevas a cuestas un cadáver? Ante la noticia de la enfermedad grave de un familiar, caes de rodillas implorando su sanación… Pero apenas te preocupas de si ese alma está en gracia, y no se te ocurre pedir que se confiese, ni animarle a recibir la Santa Unción… No permites que entre en tu casa ningún alimento caducado o defectuoso… Pero, sin cuidado alguno, enciendes el televisor y dejas que el aire se llene de pornografía y violencia. Tememos a quien ningún daño puede hacernos, y dejamos pasar, sin oponerle el más mínimo reparo, al Demonio, asesino de cuerpos y almas. Por eso le pediré a María que su Hijo Jesús Resucitado sane, sobre todo, aquello que tenemos más enfermo: nuestros miedos.