2Re 22, 8-13. 23, 1-3; Sal 18; Mt 7, 15-20

«Los árboles sanos dan frutos buenos; los árboles dañados dan frutos malos».

Permitidme una pregunta molesta: Si una persona educada en la fe cristiana (no hablo de quien no la conoce) deja de asistir a misa y de confesar, pero despunta por su generosidad y su olvido de sí… Si entrega su vida por sus hermanos, pero muere sin haber vuelto a los sacramentos… ¿Podrá salvarse?

Respondamos que sí. Admitamos que es un «árbol bueno», ya que sus frutos son «buenos». Tendríamos que decir que los sacramentos no son imprescindibles; que, sin ellos, se puede alcanzar el Cielo. Serían ejemplo de «árbol malo» el hipócrita, el egoísta, el asesino (a algunos les gustaría añadir «que, además, van a misa»)… La diferencia reside en lo que cada uno ha hecho de sí. Cualquiera puede ser bueno, con unas dosis de esfuerzo… Y, si va a misa, ¡Tanto mejor! No negaré que el planteamiento es tranquilizador. Si lo admito, dejaré de sufrir por miedo a que muchos se condenen. Ya no pediré, a gritos y con lágrimas, su vuelta a los sacramentos, puesto que quizá se salven antes que yo. Si aún no me he acogido a tan «cómoda» respuesta ha sido por dos motivos: en primer lugar, porque la Pasión de Cristo y el derramamiento de su Sangre habrían sido innecesarios; no necesitábamos un Salvador. Mirando al Crucifijo diría:

«¿Por qué sufres, Señor? ¿Acaso no ves que son buenos y se salvarán? ¡No les hace falta tu Sangre!». En segundo lugar, si lo acepto, no volveré a dormir tranquilo: temo condenarme. Me examino cada noche, y conozco mis «frutos» tanto como sus gusanos.

Pero si la Naturaleza humana, desde el pecado de Adán, está manchada, entonces no existe entre las criaturas un árbol que sea bueno por sí mismo: «No hay uno que obre el bien. Ni uno solo» (Sal 14, 3). El propio Jesús dijo: «si vosotros, siendo malos…» (Mt 7, 11) Si esto es verdad, nadie puede salvarse por sus medios, y todos nosotros, «árboles dañados», necesitamos un Salvador, un «árbol bueno» en el que injertarnos para dar frutos de santidad. Ese «Árbol bueno» es la Cruz, y la única forma que tenemos los cristianos de injertarnos en Él son los sacramentos. Si vivo en gracia, mis esfuerzos podrán salvarme, porque en ellos palpita la Sangre de Cristo. Pero, si rechazase la gracia… Entonces, todo mi fruto es malo, aunque ante los ojos del mundo parezca bueno. Tengo motivos para seguir rezando por quienes han rechazado los sacramentos, y tengo motivos para temer que todas sus «buenas» obras se pierdan en el Infierno si no pasan de ser obras humanas. Y tengo motivos para urgirles a recibir el Perdón. Y tengo motivos para sufrir por ellos, y para unir mis lágrimas a las de Jesús, que dijo antes de subir al Madero: «Si en el leño verde hacen esto, en el seco ¿qué se hará?» (Lc 23, 31).
La Pasión tiene mucho sentido… Menos sentido tiene el que los hombres desprecien ese Manantial y se busquen el cielo por su cuenta.

Vista así, la parábola del árbol y los frutos es desconcertante. Pero contempla a qué Árbol se abrazó la Virgen, y adivina el motivo de sus lágrimas.