Lamentaciones 2, 2. 10-14. 18-19; Sal 73, 1-2. 3-4. 5-7. 20-21; Mateo 8, 5-17

Uno de los grandes peligros de la condición humana es su supuesta autosuficiencia. Desde luego que no es un tema nuevo. Desde los orígenes del ser humano, ha existido la permanente inquietud por demostrarse a sí mismo no necesitar de ninguna dependencia… y, menos, de Dios. La propia historia del Pueblo de Israel está jalonada de pequeñas y grandes traiciones con esa Alianza que Yahvé estableció con Abraham. Profetas, jueces, reyes… se van sucediendo en esa tensión que supone ser sabedores de una predilección que ninguna otra nación de la tierra ha tenido (elegidos por Dios), y la búsqueda de seguridades amparadas en lo exclusivamente temporal.

Se trata, en definitiva, de confianza. Fiarse de aquel de quien sabemos no nos va a engañar, y que busca sólo y exclusivamente nuestro bien. Ese fue, por ejemplo, el convencimiento de Abraham, al que llamamos nuestro padre en la fe, que le llevó a una entrega incondicional a esa llamada de Dios. Sin embargo, para este tipo de actitudes, es necesaria mucha humildad. Esta virtud no es una petición de renuncia a la propia personalidad, o imponerse restricciones psicológicas, sino entender y aceptar quiénes somos en realidad. Santa Teresa de Jesús decía: “Humildad es verdad… la verdad es saber quién es uno, y quién es Dios… Dios lo es todo, nosotros no somos nada sin Él”.

“Señor, no soy quién para que entres bajo mi techo”. Reconocer nuestras propias limitaciones no es ponernos en inferioridad de nada, ni de nadie. Simplemente es lo propio de nuestra condición humana. El Centurión del Evangelio de hoy, en la presencia de Cristo, advierte que hay algo grande en Él que le supera y le “vence”. Por eso se pone enteramente en sus manos: “Basta que lo digas de palabra, y mi criado quedará sano”. ¡Qué grande es el hombre cuando se manifiesta en él ese estar hecho a imagen y semejanza de su Creador! También la Virgen, cuando pidió a aquellos que servían el vino en el Banquete de Bodas que hicieran lo Él les dijera, manifestó hacia aquellos que la escuchaban de esa participación que poseía en la intimidad divina… Pues, cuando somos dóciles, entonces el Espíritu Santo actúa verdaderamente «a sus anchas».

Esas palabras del Centurión, desde hace siglos, las empleamos en la celebración de cada Eucaristía. Es como poner el sello de garantía a cada una de nuestras acciones, palabras y pensamientos. ¿Cuánto cambiarían nuestras apreciaciones, personales y ajenas, si reconociéramos la verdad, no como algo que hay que consensuar o trasladar al ámbito de lo opinable, sino que procede de Aquel que dijo que era esa Verdad, ese Camino y esa Vida?… ¡Fiémonos del Amor!, ya que nunca nos defraudará. María, Nuestra Madre, se fió, y Dios habitó entre nosotros, para hacerse de nuestra condición… Sólo la humildad es capaz de alcanzar semejante verdad.