Ez 2, 8 – 3, 4; Sal 118; Mt 18, 1-5. 10. 12-14

«-«Hijo de Adán, alimenta tu vientre y sacia tus entrañas con este volumen que te doy.» Lo comí, y me supo en la boca dulce como la miel». Así, dulce como la miel, es la Palabra de Dios. La palabra humana, sin embargo, cuando se separa de la Voluntad divina, deja en el paladar muy mal sabor de boca.

¿Cuántas veces has vuelto de una conversación con amargor en los labios? «No debería haber dicho esto»… «Quizá no me han entendido bien aquello»… «No he empleado el tono correcto»… «Me he pasado»… Y venga a darle vueltas y vueltas y vueltas, como queriendo paladear el amargor en una extraña penitencia. Te levantas de la cama al día siguiente, y, como si aquellas palabras mal dichas hubieran velado tus sueños, acuden a tu mente nada más despertar: «¿Cómo pude decir aquello? ¡Qué mal lo hice!»… Es un sinsabor prolongado y amargo el que deja en los labios la palabra humana.

Sin embargo, la Palabra de Dios siempre es dulce al paladar como la miel. Lo peor que puede hacerse con un dulce es tragarlo sin masticar ni saborear, como si fuera una píldora. Por este motivo, a muchos la Palabra se les hace insípida: la leen deprisa, como quien cumple una obligación, o atropelladamente, como quien lee el periódico en busca de una noticia que nunca encuentra. No, no, no… La Palabra hay que leerla despacito, paladeándola. Basta en ocasiones un versículo para llenar media hora de oración. Tomas una frase del evangelio: «Os aseguro que, si no volvéis a ser como niños, no entraréis en el reino de los cielos»… Y la dejas que acaricie la boca; la repites una y otra vez en tu interior, muy lentamente, como si quisieras que su sonido llenase las paredes del alma: «como niños»… «como niños»… «como niños»… No te precipites en sacar conclusiones.

No hay prisa. Sigue paladeando, y poco a poco, sin habértelo tú propuesto, tu propia vida se irá poniendo de rodillas. Jesús se hará grande y tú pequeño. Cuando salgas de la oración, el alma se encontrará descansada y en paz. El dulzor te acompañará durante todo el día, y quizá por la noche, durante el descanso nocturno, te quedes dormido recitando un salmo que has aprendido de memoria. Despertarás por la mañana, y la Palabra vendrá a ti, porque ha estado velando tus sueños. Querrás desayunar evangelio antes de tomar el alimento del cuerpo. Y descubrirás, al fin, de qué se alimenta el alma.

No te negaré que, a veces, esa Palabra dulce al paladar se vuelve amarga cuando alcanza las entrañas. Ha denunciado nuestros pecados, y nos duele y nos escuece porque es fuego que purifica. Pero, incluso entonces, es un dolor dulce, un fuego suave que lleva la impronta de la Misericordia de Dios. Haz como la Virgen: guarda en el corazón lo que Dios te diga, porque te aseguro que, algún día, de esa Palabra os alimentaréis tú y tus hijos. Un día, te lo prometo, despertarás con hambre de la Palabra de Dios. Pero tienes que empezar a devorarla ya, desde hoy. ¿Cuánto tiempo le dedicarás cada jornada?