Ez 34, 1-11; Sal 22; Mt 20, 1-6

«Vinieron los del atardecer y recibieron un denario cada uno». He conocido a muchas de estas personas, llamadas por Dios en la última hora. Con dolor os diré que no a todos los he visto responder… Pero hoy os contaré la historia de un «sí» tardío y misterioso que salvó a un alma merced a una caricia de Dios.

Sarai estaba a punto de recibir su primera Comunión, y se sentía triste: su bisabuela, Ana, había caído enferma y no podría estar presente en la ceremonia. Me puse en contacto con la madre de Sarai, y me ofrecí a acudir hasta su casa para llevarle a Ana los sacramentos. «¡Uy, no se moleste, padre!» -me dijo la madre de Sarai-, «mi abuela, desde tiempos de la guerra civil, odia todo lo que tenga que ver con la religión católica. Se ha opuesto, desde el principio, a que Sarai recibiese catequesis o hiciera la Comunión… Además, desde hace una semana ha perdido el sentido, y ya no dice sino incoherencias»… Ante semejantes palabras, me pareció lo más oportuno no acercarme a la casa. No hubiera sido bueno violentar una voluntad tan clara y tajante. Por tanto, decidí esperar rezando…

Quince días después de la Comunión de Sarai, su madre me llamó: «mire, padre, no he querido llamarle hasta ahora, pero ya no lo soporto más. Desde hace una semana, mi abuela está llamando a gritos, día y noche, a un tal Fernando. Ella no ha conocido a ningún Fernando en su vida, y por más que le hemos preguntado, no nos ha dicho de quién se trata. Pero, ayer, mi hija se acercó y le preguntó: «¿Tú quieres que venga Fernando, el sacerdote?», y mi abuela respondió con entusiasmo: «¡Ése, el sacerdote!

¡Quiero que venga Fernando, el sacerdote!»»… Cuando llegué, aquella mujer había recuperado la consciencia, y pudo confesar sus pecados y comulgar con plena lucidez.
Después de marcharme, volvió a sumirse en desvaríos, pero no volvió a llamar a Fernando. Unos días más tarde, murió y partió en busca del Dueño de la viña…

Os diré, para terminar, que escogí en el funeral el evangelio del Buen Ladrón.

Siempre he tenido muy poco tacto para estas cosas. La familia debió fijarse más en lo de «ladrón» que en lo de «buen», y se enfadó conmigo… Je je je. Pero ya habéis leído en la primera lectura el rapapolvo que el Señor nos echa a los pastores. Somos un desastre, tan desastre tan desastre que le hemos obligado a ser muy bueno, y a hacer Él bien lo que nosotros hacemos mal. Sé que, a pesar de nuestras culpas, Él se mostrará con nosotros misericordioso, porque he experimentado lo mucho que nos quiere, y he visto cómo su Amor es capaz de contar con mi torpeza para realizar sus milagros.

Lo que me gusta de estas historias es que sólo Dios queda bien. Así debe ser. Para Ana ha sido escrito el consuelo del evangelio de hoy; para mí, la cariñosa dureza de la Primera Lectura. Y, para todos nosotros, la tierna mirada de María, la Divina Pastora: Ella consolará, con el consuelo de Cristo, a pastores y ovejas.