Ez 37, 1-14; Sal 106; Mt 22, 34-40
«-«El segundo es semejante a él: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» »»… Si amar al prójimo como a uno mismo fuera el primero de los mandamientos, yo me deprimiría muchísimo. No es que no me parezca bien. ¡Ojalá todos amásemos al prójimo como a nosotros mismos!… Pero a mí me cuesta horrores, y si ése fuera el primer mandamiento yo no estaría seguro de poder salvarme.
Si el prójimo fuesen la personas con quienes me unen lazos de simpatía y afecto mutuo, el mandamiento tendría un pase… A algunos de ellos los quiero más incluso que a mí mismo. Pero da la casualidad de que el «prójimo» son esas pocas personas y todo el resto del mundo… Y en ese «resto del mundo» hay personas a quienes me cuesta mucho trabajo querer… Si pensáis que estoy faltando al pudor, lo dejo aquí. Pero ¿acaso alguno de vosotros no cuenta en esta tierra con algunas personas a quienes le cuesta trabajo querer? Y, cuando pienso en esas personas, qué queréis que os diga, este mandamiento se me hace pesado, si no imposible. Por eso doy gracias a Dios de que este mandamiento sea el segundo.
«-«Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser». Este mandamiento es el principal y primero»… Amar a Dios me resulta fácil.
¡Dios es tan bueno! Me parece que el único motivo por el que muchos no lo aman es que no lo conocen. Si quisiesen conocerlo, lo amarían a rabiar. Si dedico horas a la oración, si tengo a la misa por el más grande de mis tesoros, si no sé acostarme ni levantarme sin invocar al Señor, no es porque tenga mucha voluntad, sino porque no sé vivir de otra manera. Leo que éste es el primer mandamiento, y me pongo tan contento que podría dar saltos de alegría. El primer mandamiento, para mí, esta «chupao»… ¿Qué hacemos ahora con el segundo?
Ahora viene lo bueno: cuando uno se lanza a amar a Dios, se entrega jubilosamente a la oración y busca en la misa la presencia del Ser más querido, el corazón se derrite, y un buen día uno se levanta con un amor incontenible hacia todos los hombres sin saber muy bien de dónde ha brotado. El segundo mandamiento se va haciendo fácil, suave aunque doloroso, y hasta urgente. Descubres que has aprendido a perdonar, que te han enseñado misericordia, y que cada vez das menos importancia a las ofensas que te infligen.
Y te preguntas: «¿Por qué hacemos las cosas tan difíciles cuando son tan fáciles?»…
Por no respetar el orden; por lanzarnos a pedir y realizar esfuerzos titánicos de caridad sin habernos sumergido primero en la oración y en el amor a Dios. Entiendes, entonces, que no se puede amar al prójimo sin rezar mucho, sin comulgar mucho, sin querer mucho a la Virgen y sin confesar con frecuencia… Finalmente, has comprendido: si amar a Dios es tan fácil, si querer a la Virgen es tan sencillo… Entonces amar al prójimo también está «chupao». No digo que no duela ni que no cueste. Digo que está «chupao».