Ecl 11, 9 – 12, 8; Sal 89; Lc 9, 43b-45

«Acuérdate de tu Hacedor durante tu juventud, antes de que lleguen los días aciagos»… Maravilloso Eclesiastés. Muchos jóvenes, en cuyas almas queda un rescoldo de la fe que les enseñaron sus padres, parecen haber guardado a Dios en un cajón del alma y allí tenerlo reservado como un recurso de urgencia, para cuando vengan «mal dadas». Pocos lo reconocerán expresamente, y la mayor parte de ellos no se lo han confesado ni a sí mismos, pero esa mentalidad tan práctica que les hemos inculcado ha previsto el negocio perfecto: «la juventud para mí, y la vejez para Dios. Mientras soy joven, no necesito a Dios para nada; disfrutaré y apuraré la copa de mis mejores años. Y después, cuando la copa esté vacía, se la entregaré a Dios para comprar el Cielo. Así, al final, habré saboreado los dos manjares: el del cuerpo y el del espíritu». Sin decirlo, sueñan con pasear un día por las calles del Cielo riéndose de quienes hemos querido servir a Dios desde jóvenes: «¡Mira, tonto!» -nos dirán- «Mientras tú pasabas las noches rezando, yo bebía, fornicaba y reía a carcajadas. Y ahora tengo lo mismo que tienes tú. Seguramente, no te fijaste bien en el Buen Ladrón: él si que se lo montó bien».

Yo he visto morir a esas personas. Algunos de ellos, como Don Quijote (¡como Salomón!), recuperaron el seso apenas días antes de su muerte… ¡Dios mío, cómo lloraban!: «¡Padre, he perdido la vida!». Miraban atrás -todo el mundo mira hacia atrás cuando se muere-, y lo hacían con la misma angustia con la que un niño a quien se le ha roto la bolsa de canicas ve cómo todas sus perlas de cristal caen por una alcantarilla sin poder hacer nada por recuperarlas. Todo el pasado se les caía en el vacío, y ya no había remedio. Reconocían, entonces, que lo único que habían sentido en aquellos años había sido tedio, asco, nauseas… Lloraba el Buen Ladrón desde los cielos, porque en esa cofradía bastarda que se fundó sin su permiso muchos rehusaron confesar sus culpas antes de morir… ¿Cómo imprimir un giro tan violento a la vida cuando las fuerzas fallan?

También he compartido recuerdos con personas amantes de Dios, que habían querido servirle desde jóvenes, quizá desde niños… ¡Con qué cariño pasan las hojas ya escritas de su vida!: «el día de mi primera comunión… El día de mi boda… El día de mi ordenación… El día de mi profesión religiosa… El día en que comencé a hacer oración…

Cuando Dios me dijo esto o aquello… La visita a un santuario de la Virgen…Las dificultades sufridas con Dios… Las horas pasadas ante el Sagrario…» Y sonreían, y se les llenaban los ojos de lágrimas… En lugar del niño que ve cómo sus canicas se caen por el sumidero, me pareció estar ante la mujer que acaricia un collar regalado por su esposo… El Amor de Dios había engarzado de tal manera cada momento de su vida, que nada se había perdido. ¡Esas personas han ganado la Historia y se la llevan al cielo transfigurada!

Con trece años recibe María el anuncio del ángel. ¿Soñará algún idiota de la cofradía bastarda del Buen Ladrón con haber sido más listo que Ella?