Dan 7, 9-10.13-14; Sal 137; Jn 1, 47-51

Quienes, hoy día, no creen en los ángeles, son los mismos que no creen en los santos (me refiero al poder de los santos, no a su biografía, en la que no hay más remedio que creer)…

Si me apuran, son los mismos que ponen el mismo empeño en recalcar a toda costa la sencillez de la Virgen (virtud hermosísima en Ella, sin ninguna duda) que en pasar por alto su realeza y su mediación. A los ojos de esta mentalidad, la omnipotencia de Dios es una «omnipotencia excluyente»: Dios tiene que lucirse y no debe dejar lucirse a nadie sino a Él.

Supongo que muchos de nosotros, de haber sido Dios, hubiéramos hecho eso. Pero Dios no es así. A nuestro Creador le encanta lucirse en sus criaturas, y servirse de ellas para obras grandes, de modo que la gloria que sólo a Él pertenece brille en cada una de las obras de sus manos. Es honra para la criatura, y deleite para el Creador. Se ha servido de los santos arcángeles para llevar a cabo maravillas que pudiera haber realizado por Sí mismo.

Pero, con ello, ha revestido a estos espíritus amados de esa belleza divina que es su gloria.

Miguel, «¿Quién como Dios?». Él sepultó en el infierno a los espíritus rebeldes acaudillados por Lucifer. Contemplando a Miguel nos gozamos en el poder de nuestro Hacedor, más fuerte que el del Maligno, más fuerte que nuestras tentaciones y rebeldías…

Y así, quienes quisiéramos vencer al pecado para agradar siempre a Dios, nos sentimos seguros. Invocamos a San Miguel en momentos de tentación e incertidumbre.

Rafael, «medicina de Dios»: él acompañó a Tobías en el largo viaje que emprendió para buscar la medicina que sanara a su padre. Fue un poquito más allá, y, además de la farmacopea, le encontró una novia, con la que el joven se casó. Rafael nos muestra a un Dios que no soporta que el hombre camine solo, y que ha sido capaz de enviar a su Hijo en carne mortal para acompañar los pasos de cada uno de nosotros. Invocamos a Rafael al emprender viaje, pero también debieran hacerlo quienes andan como locos buscando media naranja (siempre y cuando estén dispuestos a poner ellos, de verdad, la otra mitad).

Gabriel, el mensajero de Dios, elegido para llevar su palabra a los hombres, tuvo el privilegio de postrarse ante las purísimas plantas de la Virgen María para declarar ante Ella la locura de Amor de todo un Dios. No dudó la Virgen de la procedencia de aquella voz: «Hágase en mí según tu Palabra». En Gabriel contemplamos a un Dios que habla, que se comunica, que se entrega enamorado y se manifiesta a los hombres. A él, y a la Santísima Virgen, Reina de los ángeles, les pediremos unos oídos siempre atentos y un corazón siempre abierto a la Palabra de Dios.