Las personas de mi parroquia son santas. Ayer, a pesar de helarnos de frío, vinieron a Misa, e incluso alguno tuvo que estar en la calle. En m parroquia el noventa por ciento se pone de rodillas en la Consagración, también aunque estén en la calle. En algunos sitios puede parecer lo normal, en otras parroquias en las que he estado era la excepción. Incluso en alguna el párroco anterior había quitado los reclinatorios de los bancos y predicado durante unos años que había que estar de pie en ese momento de la Misa. Algunos liturgistas propugnaban la igualdad de la asamblea, lo que servía de excusa para que cuando dos se quedaban de pie pidiesen a los que estaban de rodillas que también se levantasen (en vez de pedir a los dos que se arrodillen). Parece que a algunos les da grima ponerse de rodillas, o temen que les de un ataque de reuma al estar más cerca del suelo. En vez de genuflexiones se hacen inclinaciones, se sientan y cruzan las piernas como en el cine y se quedan en posición de descanso durante casi toda la Misa. Reconozco que no tengo ni idea de dónde viene el ponerse de rodillas, si es influencia romana, bizantina u ortodoxa; lo que sé es lo que leo en el Evangelio: “Después salió y fue, como de costumbre, al monte de los Olivos. Sus discípulos lo siguieron. Al llegar allí les dijo: “Orad para que podáis hacer frente en la prueba”. Se alejó de ellos como un tiro de piedra, se arrodilló y estuvo orando así: “Padre, si quieres aleja de mí esta copa de amargura, pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya” Jesús se arrodilló y yo me arrodillo. Tal vez algún biblista me diga que es que se postró, se reclinó o hizo una reverencia; pero también se que sólo me arrodillaré ante Dios.
“Hermanos: Doblo las rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra, pidiéndole que, de los tesoros de su gloria, os conceda por medio de su Espíritu robusteceros en lo profundo de vuestro ser, que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, que el amor sea vuestra raíz y vuestro cimiento; y así, con todos los santos, lograréis abarcar lo ancho, lo largo, lo alto y lo profundo, comprendiendo lo que trasciende toda filosofía: el amor cristiano.” Cuando nos arrodillamos podemos hacerlo por costumbre, por mimetismo o sin pensarlo. Pero deberíamos pensar lo que hacemos al ponernos de rodillas. Nos acercamos al suelo, nos hacemos más bajitos (aún más), y tenemos que levantar los ojos. Ayuda increíblemente a la humildad, ayuda a centrarnos y sentimos recogidos el alma y el cuerpo.
“He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo! Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla!” Esa angustia se vive de rodillas y hasta sudar sangre. Creo que todos tenemos en la retina la imagen de Juan Pablo II de rodillas ante la puerta santa. Un cuerpo ya débil, mayor y enfermo; pero que a la vez se humillaba ante Dios, toda su fama, su “poder” era prestado y sólo podía pedir y agradecer. Así hacemos también cuando nos arrodillamos. Ojalá cada uno de los que formamos la Iglesia estuviésemos más tiempo de rodillas y pudiésemos sentir las manos de Dios, nuestro padre, que nos levanta como se levantó al hijo pródigo para llenarnos de su misericordia.
“Al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre.” No tengo ningún reparo en imaginarme a la Virgen de rodillas, es más, le pido a ella que me ayude a arrodillar mi cuerpo, mi alma y mi corazón con su misma sinceridad.