Flp 1, 1-11; Sal 110; Lc 14, 1-6

Nunca quiso Jesucristo imponer la Verdad a nadie; no le veremos buscando a los fariseos o entrando de rondón en sus reuniones para reprenderles sus pecados. Podría decirse que Jesús nunca habló a nadie que no quisiera escucharle. El estilo del «plasta», quete persigue incansablemente para darte con el Evangelio en la cabeza, es una forma de hacer de hacer completamente contraria al carácter humano del Hijo de Dios. Tras la muerte del Bautista, incluso se nos dice que ya no entraba en las ciudades; quien quisiera escucharle tenía que salir a su encuentro.

Sin embargo, quien le buscaba para escucharle sabía que se exponía a cualquier cosa, porque Jesús siempre se dejaba encontrar, y siempre contestaba a las preguntas con la verdad, sin ceder un punto a los respetos humanos o a la tentación de halagar los oídos de su interlocutor. El fariseo de quien nos habla hoy el Evangelio había invitado a Jesús a comer a su casa con la intención de suavizar, con agasajos, las duras críticas que el Señor realizaba públicamente contra ellos. Es una estratagema muy propia de los fariseos: cada vez más, la gente sencilla escuchaba con agrado a Jesús, y temían los fariseos que aquellas palabras duras acabaran por indisponer al pueblo contra ellos.

Antes de matar a Jesús, antes incluso de intentar sorprenderle en alguna palabra imprudente, intentaron compr arle.
Cuando el Señor aceptó la invitación, muy probablemente se frotarían las manos: estando invitado, la cortesía haría su labor, la gastronomía jugaría su parte, y quizá pudiera llegarse a algún acuerdo. No se habían dado cuenta de que el Señor, que siempre entra en casa cuando se le abre la puerta, es el invitado más molesto del mundo para quien quiere comprarle: allí mismo descubrió sus vergüenzas y les dejó sin palabras, y todo ello delante de un pobre hombre enfermo (quizá un criado). Si alguien le hubiera objetado que «no son formas», Él, con toda razón, hubiera podido decir: «Yo no os he llamado; me habéis llamado vosotros a mí.»

Si abres la puerta de tu vida a Jesús, entrará; pero – no lo dudes – pondrá tu casa «patas arriba» (para eso le llamabas, ¿no?): descubrirás en ti pecados que quizá no habías visto hasta entonces, te sentirás llamado a desprenderte de lo que considerabas más imprescindible en tu vida… Recuerda: siempre puedes echarle, y se irá; pero si le dices que sí, ten por seguro que llenará tu casa de paz y de alegría. ¿No se vinieron abajo todos los planes de José cuando dijo que sí al ángel y tomó a María como esposa de Dios, y no suya?

De Ella no diré nada, porque nunca tuvo planes propios. Pero de ti y de mí sí puedo decir algo: no tengas a Jesús a la puerta por más tiempo; déjale entrar, y pon tus muebles a su disposición: tu casa será un templo de alabanza.