Ap 7, 2-4.9-14; Sal 23; 1Jn 3, 1-3; Mt 5, 1-12a

¡Qué enorme y agradable sorpresa, alzar la vista! Como caminantes cansados, arrastramos nuestros pasos y llevamos la cabeza baja, contemplando con un deleite que tiene algo de morboso las piedras que pudieran hacernos tropezar: «este problema que me atosiga», «esta persona que no me deja vivir», «este plan que nunca acaba de salir», «este pecado que no consigo vencer»… ¡Alza la vista! Es tu madre, la Iglesia, quien hoy te lo dice. ¡Alza la vista y mira sin miedo a la cumbre! Allí está, sí, la Cruz, hoy dibujada en las Bienaventuranzas; pero no es una Cruz oscura y tenebrosa; es, hoy más que nunca, una Cruz abierta, una puerta descerrajada por la que la luz entra a raudales. Sigue mirando, y verás, tras la puerta, a esa muchedumbre inmensa de hermanos en fiesta, cantando y alabando a Dios. Ya pasó, para ellos, el dolor; ya terminó la prueba. No hay allí sufrimiento, ni pecado, ni cansancio. Todo es paz y alegría… ¡Y es para siempre! Hoy se les oye cantar tan cerca, que debiéramos llenarnos de ánimo: dentro de nada, también nosotros habremos cruzado la puerta y estaremos allí. ¡Vale la pena! ¡Vale la pena! Repítelo muchas veces, participando ya aquí, por adelantado, del gozo de los santos… ¡Vale la pena!

¿Sabes lo que pienso de la muerte? Al igual que tú, le tengo miedo. Pero, muchas veces, mientras mi mirada se posan en esa fiesta sin sombras, y al entornar los ojos diviso esa silla vacía que tiene mi nombre escrito con la sangre del Cordero, se me ocurre un «divino disparate»: pienso que, si yo ocupara esa silla hoy mismo, estaría pidiendo a Dios con grandes voces la presencia de todos mis seres queridos: querría verles allí inmediatamente, gozando de cuanto estoy gozando yo. Y, cuando me doy cuenta, me digo: «¡Fernando! ¡Tú estás pidiendo que se mueran!»… ¡Pues sí! ¡Qué distintas se ven las cosas desde allí!

Aún estoy aquí. Mis pies llagados y desnudos están posados firmemente en tierra. Y más aún quisiera posarlos, porque soñando no llegaré: tengo que pisar fuerte si quiero llegar pronto; tengo que entregarme del todo; tengo que desgastarme por Dios y por mis hermanos. Además, no camino solo; de mi mano van cogidas personas a quienes quiero con toda mi alma, y sin quienes no soy capaz de concebir el cielo… Pero no quiero ya bajar la vista: miraré a mi Madre, la Virgen María, que me llama con su mano desde su asiento en la mesa nupcial, y clavaré los ojos en sus labios, en los cuales ya me espera un beso, para no dejar de repetirme: ¡Vale la pena!