Lm, 3,17-26; Sal 129; Rm 6,3-9 y Jn 14,1-6

Día de los difuntos, devoción tan extendida entre nosotros, tan ligada, además, al de todos los santos, que gana al domingo. Estando en el “año paulino”, nos fijaremos de manera muy especial en sus cartas; las demás lecturas, con esta ocasión, por así decir, servirán de acompañamiento maravilloso.

¿Se me acabaron las fuerzas? Así lo parece. Soy como Job. Ya no me acuerdo de la dicha; parece habérseme alejado de la vida. Al fin y al cabo, todo y todos caen en el hoyo. ¿Para qué tanto esfuerzo? Hasta el más importante acaba. Todos lo olvidan. Su vida final es arrastrada. Cuando sufre y cuando muere, lo apartan. Lo nuestro es vida de alegría, juventud y fuerza. El que no quepa ahí, al hoyo del olvido. ¿Será verdad que la misericordia del Señor no termina también ahí? ¿Será él quien no nos abandona?, ¿el único que no nos deja de su mano? Decimos con tanta facilidad: nunca te olvidaremos, que al pronunciar tal palabro uno se sonroja avergonzado. ¿Será fiel el Señor allá donde nosotros no los somos: en el olvido, la vejez, el sufrimiento, la muerte? ¿A quién diremos, pues, sino a él: desde lo hondo a ti grito, Señor? ¿Se olvidará de nosotros? ¿Tendrá capacidad para olvidar nuestros delitos? Se los confesaremos a él; quizá sólo él puede perdonarnos y hacer que nuestra carne resplandezca.

¿Qué será de los que ya han muerto?, ¿morirán para siempre entre los pecados con los que han muerto? ¿No podremos ser solidarios con ellos —los santos fueron ayer solidarios con nosotros— e interceder, todavía, por ellos? ¿Será un ir olvidando que lleva hasta la disolución en la pura nada? Qué solos se quedan los muertos.

Romanos nos señala algo de extremada importancia para nosotros: hemos sido incorporados a la muerte de Cristo, pues con él hemos sido sepultados en la muerte. Vivos, sí, pero sepultados ya desde ahora en la muerte. ¿Para quedarnos en ella junto a quienes queríamos o de nada conocíamos, alejados de nosotros en el tiempo, el espacio y el amor, pero que ya han muerto? ¿Sepultados vivos junto a los que han muerto, arrastrados, como ellos, hacia el olvido de la nada? No: así como Cristo fue despertado de entre los muertos por la gloria de Dios, también nosotros —¡y ellos!— andaremos en una vida nueva. Ellos y nosotros, todos, unidos a su muerte, y atraídos a la vida nueva por su resurrección. Crucificada con Cristo nuestra vieja condición, destruido nuestro pecado, libres, viviremos con él. ¿Y los que ya han muerto?, ¿también ellos serán crucificados en la cruz de Cristo? Aquí estamos, pidiendo al Señor que también ellos hayan sido y sean asociados a su muerte en la cruz y, tomado el camino que será también el nuestro, vivan con él y no queden abandonados en el terrible “lugar de los muertos”. Él bajó a ese lugar, cargado de su cruz, para liberarlos. Somos solidarios con ellos. Le pedimos que así sea. Que tampoco ellos mueran más.

No perdamos la calma, nos dice el Señor. Creamos en Dios su Padre y creamos también en él. En la casa de su Padre hay muchas moradas. Él ha ido a prepararnos sitio. A nosotros, vivos, y a aquellos que ya han muerto, por los que hoy pedimos con confianza esperanzada. Que dónde él está, estemos nosotros con él. Él es el camino y la verdad y la vida.

Vivimos, pues, en esperanza.