¿Cómo es posible que san Pablo diga tamaña barbaridad, cuando acaba de poner nuestro querer y nuestro hacer en las manos de Dios? Hasta ahora (1,27-2,18), la carta ha sido una exhortación a la constancia, a la humildad, a la unidad, a la obediencia. Ahora (3,1-4,9), nos dirige Pablo una segunda serie de exhortaciones, esta vez sobre la perfección de la vida cristiana. Nosotros somos el verdadero judaísmo. ¿Quiénes son los circuncisos de verdad? Los que servimos y ponemos nuestro orgullo en Jesucristo. Los que, sin confiar en la carne, damos culto con el Espíritu de Dios y ponemos nuestra gloria en Jesucristo. Alegría en el cielo del pecador que se convierte. Acoge a los pecadores y come con ellos, aunque cuchicheen y murmuren los fariseos.

Con ese asombroso desvarío con el que mira las cosas Pablo, nos hace ver que, como judío, considerando las cosas de la carne, ¿quién sería como él? Israelita de linaje, circuncidado cuando manda la Ley, benjaminita, hebreo por los cuatro costados, fariseo. Intransigente perseguidor de la Iglesia. Irreprochable si se es justo por el cumplir de la Ley. ¿Quién da más? Nada de esto le importa a Pablo. Lo que hubiera podido ser considerado como ganancia, comparado con Cristo no es sino pérdida. Mas Cristo significa Mesías en lengua griega, ¿podría pensarse que se trata de un mero título funcional de quien ha de venir? No, nada de eso, Pablo habla de una persona, una arrebatadora persona real, más que la Ley y su perfección.

Genial Pablo: por él, por Jesús, el Cristo, todo lo perdió y todo lo ha ganado. Aquello, lo máximo que pudiera caber, ¿qué es en la comparación sino basura? ¿Lo perdió todo? Todo, pero para ganarlo todo: para ganar a Cristo. Iglesias nos pone delante palabras asombrosas en su justeza de san Juan de Ávila: demos nuestro todo, que es chico todo, por el gran Todo que es Dios.

El trozo de la carta leída hoy comienza justo tras decirnos Pablo que ojo a los perros, insulto máximo para judíos y griegos. ¿Misioneros judíos que se le oponían? Parece que entonces no los había. Misioneros judeo-cristianos que querían imponer la circuncisión, y con ello el cumplimiento íntegro de la Ley, a los que se hacían cristianos. Eso Pablo no lo soporta.

¿Cómo llegaremos a Cristo?, ¿por una justicia mía que procede de la Ley? Cierto que no, sino de la justicia que procede de Dios, basada en la fe. Ahí está el punto clave. ¿Cómo le conoceremos? Por la fuerza de su resurrección y la participación en sus sufrimientos; de esta manera me voy configurando en su muerte, nos dice Pablo de sí y de nosotros, para ver si consigo, si conseguimos la resurrección de entre los muertos (3,9-11). En la cruz y por la cruz.
¿Un autoelogio pagado de sí mismo? No. Pablo no busca hacer un retrato, sino dibujar un itinerario trastocado ante un cambio radical de orientación. Pasa por encima de lo pomposo de una loa de sí, para mostrar una serie de correcciones que insisten más en un itinerario que en una persona, y lo hace con una maestría técnica genial. Y esa técnica refleja una realidad: describiendo lo que le ha acontecido a él, hace entrar a sus lectores en el misterio de quien él ha querido conocer y hacerlo conocer cada vez mejor.

Esencial la edición del Nuevo Testamento del jesuita Manuel Iglesia, con traducción ceñida y notas medulares.