Prov 31, 10-13. 19-20. 30-31; Sal 117; 1Tes 5, 1-6; Mt 25, 14-30

Cuando se proclama la parábola de los talentos, todo el mundo parece tentarse los bolsillos: «¿cuántos talentos tendré? Soy rubio, tengo ojos azules, toco bien la guitarra, me voy a convertir en un as de las finanzas y, además, soy un manitas con el bricolaje»… Bueno, bueno, está bien pero, mire usted, no estamos hablando exactamente de eso. Todas esas cosas son talentos, sí, y con ellos puede usted llegar muy alto en «Operación Triunfo». Ahora vamos al evangelio, y guárdese usted sus ojos azules para la televisión.

La Resurrección de Cristo ha dejado en nuestras almas el maravilloso tesoro de la gracia. Todos lo recibimos el día de nuestro Bautismo, cuando, sepultados en la Pasión del Señor, resucitamos con Él y fuimos bendecidos con el Don del Espíritu Santo. He ahí nuestro gran talento; he ahí nuestra gran responsabilidad. No sé si Jesús nos preguntará, en el día del Juicio, por lo que hicimos con los ojos azules o con las habilidades de bricolaje. Supongo que sí, porque todo lo recibido debe ser puesto al servicio de Dios. Pero lo que no puedo dudar es que, llegado el Juicio, Dios me preguntará por lo que hice con la gracia de mi Bautismo. Esa pregunta será inexcusable, y tendrá que ser respondida.

Falta, en la parábola, un personaje. Sobre él, Jesús no quiere ni hablar. Se trata del empleado que, habiendo recibido el talento, lo perdió, lo tiró, o lo despilfarró en su propio provecho. Es el cristiano que entregó a Satanás la gracia de su Bautismo a cambio de la estúpida recompensa del pecado, y ni siquiera se molestó en acudir al sacramento del Perdón para recuperar el Tesoro y comenzar de nuevo. Como la parábola no habla de él, no le dedicaré ni una línea más.

Luego está el empleado «negligente y holgazán». Este personaje me hace temblar, porque llega ante su señor con el tesoro intacto. Ha conservado la gracia, probablemente ha ido a misa y ha rezado por las noches, ha visitado incluso el confesonario… Pero guardó la gracia en el alma como quien guarda un collar en el joyero sin usarlo jamás.
Devolvió exactamente lo mismo que recibió: su alma. No es lo mismo, no, vivir en gracia que vivir de la gracia.

A los otros dos empleados los talentos les abrasaban. No podían retenerlos porque, para ellos, esas monedas eran fuego y necesitaban incendiar con él la tierra. Lo prendieron en sus hijos, en sus amigos, en las personas con quienes trabajaban. En otros muchos lo quisieron encender, pero a cambio recibieron desprecios. Por su entrega, el fuego de sus almas prendió también, merced al misterio de la comunión de los santos, en muchos hombres y mujeres a quienes ni siquiera conocían. Y, cuando Dios los llamó, pudieron decir: «Señor, cinco talentos me dejaste; mira, he ganado otros cinco», o, lo que es lo mismo: «Henos aquí, a mí y a los hijos que Dios me dio» (Heb 2, 13)… ¿No son ésas las palabras con que la Virgen aparece, mostrándonos bajo su manto, ante la Faz de Dios?