Debieron ser textos como los que leemos en el Evangelio de hoy los que llevaron a Santo Tomás de Aquino a decir que había que pedir mucho el don de la perseverancia final porque pocos la alcanzaban. Pero quizás sirvieran también de inspiración a san Claudio de la Colombière para hacer su acto de entrega confiada, en la que se ponía totalmente en manos de Dios, esperándolo todo de Él. De hecho no se trata de interpretaciones antagónicas sino más bien de las dos caras de una misma moneda. Si la salvación es un don de Dios, lo es desde el principio hasta el final.

De esto hoy se habla poco, pero puede rastrearse la historia para descubrir que son muchos los santos que han sido probados hasta casi el momento de su muerte. A san Martín de Tours, por ejemplo, cuando agonizaba se le plantó el demonio a la cabecera de su cama y, según cuenta Sulpicio Severo, el santo le dijo: “¿Por qué estás aquí bestia cruel?: malvado, en mí no encontrarás nada tuyo, me acojo al seno de Abraham”. Y son muy conocidas las dudas terribles, que incluían la existencia de la vida eterna, que acosaron a santa Teresita de Lisieux. Visto esto nos damos cuenta que el tema de la salvación no hay que dejarlo para el final. Continuamente hay que renovar los actos de fe, esperanza y caridad poniéndonos totalmente en manos de Dios.

Jesús nos exhorta a una confianza que implica abandonarse totalmente en Él. No es cosa de un día. Para llegar a ello hay que vivir ya poniéndose continuamente en sus manos. No sólo el momento de la muerte, sino también la familia, la educación de los hijos, el trabajo, una enfermedad… todas las cosas. Jesús nos llega a decir: “Haced propósito de no preparar vuestra defensa”. Incluso eso. Jesús advierte de que muchos serán perseguidos. La única estrategia válida es la confianza absoluta en Dios. A partir de ahí se seguirán otras cosas y a veces Dios dará luces para encontrar una salida y otras fuerza para soportar la persecución. Pero el fundamento es el mismo: es Dios el que es fuerte y nada sucede sin que lo permita. Ni siquiera un cabello nuestro perecerá. Así lo dice y es lo cierto. Vale la pena leer las actas de martirio que se han conservado de tantos hermanos nuestros que pagaron con sus vidas la fidelidad a Jesucristo. ¡Qué serenidad! ¡Qué certeza en el paso que daban! No es que fueran insensibles al sufrimiento, lo que pasa es que estaban abrazados a Jesucristo en quien lo podemos todos.

Hay algo que se ha perdido y sería bueno recuperar: la recomendación del alma. Cuando asistimos a un moribundo o estamos con alguien gravemente enfermo es muy oportuno hablarle de Dios y prepararlo para ese momento en que la muerte se hará presente. No bastan unas palabras vagamente esperanzadas. Al contrario, en esos momentos, quizás más que nunca, hay que reconfortar a los que sufren con palabras llenas de fe. Como dice Jesús: “con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas”. Fieles a Jesús hasta la muerte. No como consecuencia de un acto voluntarista porque, ¡somos tan débiles!,sí de abandono.