Is, 61-1-2a.10-11; Sal: Lc 1,46-50.53-54; 1Ts 5,1624; Jn 1,6-8.19.28

¿Cómo es eso de que el Señor está sobre ti?, ¿qué quieres decir cuando afirmas que el Señor te ha ungido? Porque esas son palabras de Isaías que Jesús hará suyas. ¿No a los poderosos, sino a los que sufren, a los pobres, desgarrados y prisioneros, inmigrantes?, ¿es a ellos a quienes eres invitado? Algo raro acontece. Todo lo trastocas. Estamos tan acostumbrados con firmísima costumbre a que los poderosos todo lo sean, sin que los demás contemos para nada; a que ellos toquen sus pífanos para que todos bailemos a su son y al punto nos pongamos a danzar.

En el lugar del salmo, como cosa bien rara, hoy cantamos el magnificat, para que veamos el triunfo asombroso de quien es la poco importante, la esclava del Señor, como ella se denomina a sí misma. Porque resulta que los importantes de verdad no son los poderosos, los dominantes, los que sojuzgan al silencio a quienes no quieren ser de los suyos; los que tienen prebendas infinitas para comprar a quien se ponga por delante. Ellos, los poderosos, que a golpe de silbato se harán con nosotros y los acataremos, bajando la cerviz. El importante es el Señor, y por eso cantamos su grandeza. Y es él quien hace obras grandes con gente tan pertinazmente pequeña, pobre, desgarrada; abajando a los que se creían poderosos. Todo parece haberse puesto patas arriba.

Siendo así, ¿cómo no estaremos alegres? Si orar es lo que nos enseña la actitud de María, Virgen, en el salmo que hemos recibido de su boca y que hoy hemos cantado, no haremos otra cosa que orar. Orar así se nos ha hecho cosa fácil, obvia, dispuesta a medida para nosotros. San Pablo nos desvela en su debut como escritor, la primera carta a los Tesalonicenses, que debemos dar gracias a Dios en todo, pues tal es su voluntad, en Jesucristo, para nosotros.

¿Será posible? ¿No deberemos dar gracias arrastrándonos ante los poderosos, a quienes buscan dominarnos por todos los medios y tan fácilmente lo consiguen, pues tan dispuestos nos encuentran? ¿Qué otra cosa podríamos hacer, pobres, desgarrados, sufrientes, abandonados, muertos de hambre, inmigrantes, parados, buscadores del pan de cada día? Si no nos ponemos al servicio de los dominantes, lo tendremos todo perdido, incluso hasta la vida.

Mensaje asombroso, subversivo, que nos alcanza a nosotros, como alcanzó a María, en eso que somos: pequeños, humildes. Pero abiertos al Señor, a lo que él quiera de nosotros, por eso sus esclavos; no nos asusta esa palabra. Esclavos del Señor; pero él es un Señor de misericordia y de gracia. Él nos da su fuerza y su grandeza, pues nos dona su Espíritu. Ese que habla a María y le pide, le suplica, y espera su consentimiento, lo que nunca ni ella ni nosotros hubiéramos podido suponer, pero que estaba desde siempre en las previsiones de Dios. Llegado el momento el ángel bajaría a visitar a su esclava. ¡Menuda esclava!

Así, dar gracias a Dios es su voluntad para nosotros. Pero, jamás lo podremos olvidar, es un dar gracias en Jesucristo. Una vez más en el ‘en’ nos topamos con el misterio mismo de nuestro nuevo ser. ¿Tú quién eres, pues? En medio de nosotros hay uno que, nos dice Juan el Bautista, no conocemos, es a él a quien debemos dirigirnos. ¿Dónde lo encontraremos? En quien no es poderosa, sino la esclava del Señor; pero a quien él ha mirado en su pequeñez.